Con la ternura de esas historias que acaban en leyenda, con el sabor de la tierra asturiana y con el halo de misterio del pasado, os pongo esta historia que publica hoy La nueva España de Oviedo y que nos hace evocar aquellos otros cuentos y consejas de nuestros pueblos.
La realidad suele ser más prosaica que la fantasía de las gentes.
Una historia fantástica de realidades, leyendas y otra vez realidades: así fue la doble restauración de la Cruz de la Victoria.
El primer proceso de recuperación de la santa joya, ya en la posguerra, chocó con un problema aparentemente insalvable: faltaban muchas piedras. La Cruz cuenta en la actualidad, como asimismo antes del atentado de 1934, con 172 piedras, de las que 142 están en la cara delantera y 29 en la posterior.
Las autoridades lanzaron una campaña a través de los periódicos suplicando la donación de piezas de valor para completar la joya.
«La gente entregó bastantes cosas. Fernández Buelta sabía quién había dado cada una, así que hasta eso se podría documentar», comenta ahora el orfebre Carlos Álvarez, hijo de Pedro Álvarez, que dirigió las distintas restauraciones de las joyas tras los destrozos de 1934 y de 1977.
José Fernández Buelta, periodista de LA NUEVA ESPAÑA, destacado estudioso del arte y de la cultura asturiana, formaba parte de la «Pepancia» -era uno de los Pepes junto al vicario general José Cuesta, el catedrático José Serrano...-, nombre popular de la comisión oficial encargada de la recuperación de la Cámara Santa y de las cruces. Una leyenda urbana asegura que un miembro de la «Pepancia», in artículo mortis, confesó que el alma de madera de la joya -o sea, la genuina Cruz de Pelayo-, muy deteriorada, fue sustituida por un trozo de madera nueva tras el atentado de 1934.
Pues bien, un día llegó a la joyería Pedro Álvarez una señora, humildemente vestida, con una caja en la que había unas piedras coloreadas con las que, según dijo, jugaban sus hijos. No sabía si eran o no buenas y en tal caso si podrían servir para devolver a la Cruz su perdido esplendor. «Bernardo, el oficial de la joyería, llamó a mi padre, vieron las piedras, comprobaron que encajaban y sin más la señora las donó. Y desapareció», comenta Carlos Álvarez.
La anécdota corrió como la pólvora por la ciudad. Chocaba especialmente su humilde apariencia, tan poco apropiada para hacer donaciones, dada la pobreza reinante en la posguerra; también extrañaban el anonimato y lo oportuno de la donación, porque las piedras encajaban casi como por maravilla en los huecos de la Cruz.
En seguida la historia cogió vuelos y se empezó a especular si la señora en cuestión sería una enviada de la Providencia para completar la Cruz. Todo el mundo hablaba de la caja del milagro. Pero, como siempre ocurre, el tiempo acabó sepultando aquel suceso fantástico.
En 1977, sin embargo, con la nueva destrucción de las joyas de la Cámara Santa, depositadas en la catedral de Oviedo, la anécdota reapareció porque Carlos Álvarez, que sabía de aquel hecho, decidió investigarlo. «Buelta me dijo que aquella señora tenía un sobrino que se apellidaba Monasterio y que vivía en Cangas de Onís. En una ocasión, estando de excursión en Cangas con unos amigos, pregunté en una pastelería por ese paisano. Y una chica de mi grupo, que estaba en ese momento a mi lado, interrumpió y me dijo que era su tío. Una casualidad enorme: ¡era tío de una de mis amigas, y yo, buscándolo en Cangas de Onís! Me dijo, además, que aquella señora de las piedras era su tía abuela y que se llamaba Tomaida Cuesta Vega, hermana de un canónigo, prelado doméstico de Su Santidad. ¿Habría aún en algún lugar piedras originales de la Cruz de la Victoria? Mi amiga me dijo, además, que aquella caja, que popularmente se llegó a denominar como caja milagrosa, estaba aún en su casa y tenía algunas piedras. Increíble. Vivía en la plaza de América. Fuimos hasta su casa y, efectivamente, allí estaban, pero eran apenas vidrios sin valor y no procedían de las cruces de la Cámara Santa». Así se completó el ciclo que empezó como un hecho, se convirtió en leyenda y acabó como historia maravillosa.
Una hipótesis: un ladrón robó las piedras, las devolvió bajo secreto de confesión al canónigo -¿Cuesta, el vicario?-, que las entregó a su hermana para que discretamente las entregase. Más que un milagro sería una cadena de milagros.
La inscripción de la Cruz de la Victoria dice: «Hoc signo tuetur pius. Hoc signo vincitur inimicus», que se puede traducir como: «Con este signo el piadoso es protegido. Con este signo el enemigo es vencido».
Toda una historia, digna de novela.
lunes, 9 de febrero de 2009
La caja del milagro
Publicado por Alberto en 8:58 p. m.
Etiquetas: Anécdotas
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1 comentario:
¡Que historia!¿No?...a mi me dió en la nariz desde el principio que podían ser las autenticas piedras de la Cruz ¡Quién sabe!puede que la primera vez se guardaran las gemas que se salvaron para usarlas cuando se restaurara y que quedaran perdidas a lo largo de los años hasta que la señora las entregó...
besito
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