lunes, 31 de agosto de 2009

Impresiones vacacionales: los encuentros

¿Y qué os parece si os empiezo a contar mis andanzas estivales, mis zascandileos?
En esta primera parte, hablaré de los encuentros, de su magia.



De los tres lugares en los que he parado (provincias de Segovia, Burgos y Soria) desde que cerrara Tiflohomero, más allá de la parte turística, os hablaré, como siempre, de mis particulares impresiones.
El encontrarme con Cirilo, un señor que desde Chile no olvida a su pueblo, que es el mío y que siempre se muestra atento a sus novedades, al tiempo que se alegra con sus progresos, y pedirme que siga adelante, fue todo un estímulo.
El volver a ver, después de veinte años a Joaquín, con quien estudié Historia Medieval de España, el repasar nuestras vidas de tanto tiempo, fue de lo más agradable.
El estar con mi familia, con la que tan poco tiempo comparto en mi cotidianeidad, el saber que siguen ahí y que me apoyan de forma incondicional, es el mayor de los estímulos.
El que haya habido gente que se ha sorprendido tan gratamente de verme más delgado, más ágil, casi hasta más guapo, fue de lo más alagador. ¿Qué queréis? Uno tiene su corazoncito y le gusta ser piropeado, más por no ser algo habitual.
Y el que haya habido también quien estuviese dispuesto a tratarme con la normalidad a la que tanto aspiro: esas guías que me hicieron ver, dejándome tocar, el palacio de La Granja, la Real Fábrica de Cristal, la ciudad de Segovia con su acueducto, su catedral y su Alcázar. Y el personal del parador de La Granja que me trató con enorme profesionalidad y cariño pese a que sólo iba a pernoctar una noche y que les incordiase más de lo deseado llegando incluso a confundir las cocinas por el comedor (y yo, oiga, para pinche no sirvo, ahora que para pinchar buenas tajadas de cochinillo…. Eso ya es otro cantar o yantar).
Y el degustar un buen vaso de perolo en mi pueblo, ese típico fiestero vino mezclado con melocotón y azúcar tan rico que uno se pone ciego (y yo que ya lo soy, pues….) con buenas tapas, o ese increíble cordero a la brasa burgalés, charlando y recordando, podría decirse que fue la guinda a todo un abanico de encuentros.
Mañana más sensaciones veraniegas.

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domingo, 30 de agosto de 2009

Vuelta al cole y novedades

Toc toc toc. ¿Se puede?
Espero que quienes tanto queréis a Tiflohomero, sigáis ahí y hayáis disfrutado de unos días excelentes para descansar y preparar nuevas ideas y proyectos.



Por mi parte, yo cómo no, claro que lo he hecho también, aunque no dudéis de que os he echado grandemente de menos.
Bueno, ya en próximas entradas, os contaré mi verano.
En cuanto a este espacio tan querido para mí, la cuestión es que siga creciendo en madurez y contenidos. Se me ocurren dos nuevas etiquetas: “El relato encadenado” y “Fragmentos clásicos”.
La primera consistirá, qué menos, en ir enlazando un cuento durante un mes y la segunda, en traer un fragmento de un texto clásico (por algo tengo el apellido de Homero) y al hilo de ellos, reflexionar en cuestiones que permanecen vigentes desde tiempos inmemoriales.
Y ahí seguiremos, intentando aportar recuerdos, vivencias y huellas para hacer, como siempre, de este mundo, un hogar más cálido.
Pero nada, nada de esto, tendrá sentido sin vuestro afecto y cariño.
Gracias por permitirme formar parte de vuestro tiempo.
Siempre adelante con una sonrisa.

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viernes, 7 de agosto de 2009

Punto y aparte: “El regalo más grande”

Sí, yo también. Hoy, día 7 de agosto le pongo el cartel de Vacaciones a Tiflohomero.
Acaba este curso tan lleno de actividades, de satisfacciones y de tanto cariño recibido.
Ojalá que el próximo sea igual de pródigo y que sigáis estando ahí. Sin vosotras y vosotros, las cosas no son lo mismo.
Entretanto cerrad los ojos, soñad y escuchad la canción que os “regalo”. Pinchad en el título de la entrada.
Hasta la vuelta y mis mejores deseos.
Un abrazo y besos cariñosos.

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martes, 4 de agosto de 2009

La placentera vida de las marmotas


Ya se sabe: “duermes como una marmota” y más ahora que estamos de veraneo. Pero, además de dormir, fijaos en qué emplean su tiempo.
Disfrutemos de la naturaleza, cuidémosla y preservemos el monte. Por favor, alto a los fuegos, prohibido quemar.



En los tiempos que corren, cuando la mayoría de las especies se encuentran en regresión, no es frecuente que un nuevo habitante, una nueva voz, se incorpore al paisaje. Las marmotas desaparecieron de los Pirineos en un pasado remoto. Su nombre completo, marmota alpina, indica lo alejados que estos roedores se hallaban de la cordillera pirenaica. Pero hacia mediados de la década de los sesenta las marmotas fueron reintroducidas en la vertiente francesa del Pirineo central. Se trataba de suministrar una nueva presa a los osos y las águilas reales, liberando así a las crías de rebeco de la presión predatoria.
Roedores al fin y al cabo, las marmotas se expandieron rápidamente por la vertiente francesa y saltaron a la española por los pasos oscenses de Bujaruelo.
Puede que las águilas reales se hayan beneficiado de estas rechonchas presas. Los osos, desde luego, no.
En su avance las marmotas han ocupado los pastizales alpinos, los márgenes de las pedreras y casi cualquier espacio abierto por encima del nivel del bosque.
Sus agudos gritos se escuchan ahora por valles y laderas; una nueva voz muy llamativa, amplificada por los paredones y los grandes anfiteatros naturales que forman las montañas. Son, además, la representación de la buena vida. Gordas y bien alimentadas, sólo conocen los días soleados y apacibles de la alta montaña. Como las vacas alpinas, por cierto, con quienes comparten hábitat, pasto y buenas vistas. Estas pasan la mala estación a cubierto, rumiando en sus establos; aquellas lo hacen durmiendo a pierna suelta, desde mediados de octubre hasta la llegada del deshielo en abril. Las marmotas duermen su letargo como tales, abrazadas unas a otras en lo más cálido de sus madrigueras.
Titineos, mugidos y silbidos son, pues, señal de bonanza en la montaña.
Cuando despiertan, hambrientas, el escenario ante sus ojos puede ser tan grandioso como los llanos de Millaris, en Ordesa. Se trata del fondo herbáceo de una cuenca glacial, a casi dos mil metros de altitud, a la sombra del Monte Perdido y en el camino hacia la Brecha de Rolando. Las vacas pastan y rumian su tranquilidad. Las marmotas vigilan la mayor parte del tiempo; rara vez se alejan más de un par de metros de la boca de su madriguera. Y a la menor señal de peligro lanzan un silbido de alerta. Aunque, más que silbar, las marmotas ladran. Un ladrido muy agudo y potente que, a fuerza de repetirlo, parece perder su significado. Cada marmota es un vigía, todas están de guardia. Naturalmente, tienen sus códigos vocales. Una serie de ladridos muy rápidos avisan de una amenaza por tierra (hasta ellas se acuerdan de los osos pirenaicos); unos gritos más agudos y espaciados, con un tono más imperativo, indican que una silueta sospechosa se recorta contra el cielo.
Las águilas reales son ya tan pocas que la mayoría de las veces el supuesto enemigo es un buitre leonado, o quizá un cuervo. Lo normal es que al cabo de un rato la señal pierda su sentido, vacía de contenido de tanto avisarse unas a otras de supuestos peligros que ya conocen. La vigilancia en comunidad deriva en charla de vecinos.
Pero no sólo hay marmotas por estos prados alpinos. A diario, al caer la tarde, las bandadas de chovas piquigualdas realizan un carrusel que las lleva continuamente desde las crestas de las montañas hasta el fondo del valle. De vez en cuando se cuelan también los chasquidos de algunas chovas piquirrojas. A pocos metros sobre la hierba bisbisean los bisbitas ribereños alpinos; y en los piornos y enebros cantan los acentores comunes.
Todo esto forma parte de la rutina, de la apacible tranquilidad veraniega en los prados de alta montaña.

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lunes, 3 de agosto de 2009

En busca del holandés errante: crónica de viaje


En la línea apuntada en la entrada anterior, quiero hablaros de mi último viaje. Otro de ésos, como aquél que hice en busca de las huellas de Louis Braille, que ha dejado un recuerdo imperecedero en los pliegues de mi memoria.
Se trataba de recorrer una parte de los Países Bajos y cumplir otro de mis sueños. Siempre me había fascinado el triunfo de sus habitantes sobre el mar, lo plano de su orografía y la belleza de sus paisajes, plenos de verdor y colorido floral.
Y del ritual que siempre surge al compartir momentos en torno a la buena mesa, entre exquisitas viandas y charla entrañable, salió, cómo no, mi anhelo de homo viajerus frustrado y de las sensaciones que una persona ciega experimenta cuando visita otras culturas, otros parajes.


Los protagonistas de la aventura serían, además de mí mismo, los ya conocidos de este espacio: Alfonso, Paloma y Helena.
Y ya véis, algo que se gestó en el mes de noviembre del pasado año, se vio culminado entre los días 25 al 29 de julio.
Sin duda que las impresiones que yo os voy a relatar, seguramente no coincidirán con las que podríais haber experimentado vosotras y vosotros, pero sí estoy seguro de que os van a interesar y serán ajenas a las guías turísticas o libros de viaje.
No pretendo, pues, ser exhaustivo, sino haceros llegar las emociones que me han quedado para el recuerdo. Algunas fotos podéis verlas al margen, que os gusten.

La organización perfecta: el que fuéramos un número reducido pero con intereses y caracteres similares, el ingenio de Helena, la experiencia de Alfonso, la planificación, su empeño, lo mismo que el de su mujer, por pensar en todo momento en qué podíamos percibir mejor Helena y yo, qué cosas nos llegarían más, sus descripciones, su búsqueda por descubrir lo que podíamos tocar para verlo…
El espíritu abierto y positivo de los cuatro que fuimos: adaptarnos con el mejor de los humores a situaciones imprevistas que siempre se producen en cada viaje: descubrir cuando sales de la ducha que no tienes toallas para secarte, amén de un pañito hecho para duendes, el ir a parar cuatro españoles a cenar a un restaurante griego en plena ciudad de Utrech, claro, teníamos que cenar pegados a su canal principal.
El valorar la componente espiritual: la emoción de pisar el angosto espacio que acogió a la familia de Anna Frank, el sentir la energía que nos transmitía la ampolla que contiene la Santa Sangre en la basílica de Brujas, la sonoridad del canto gregoriano de las monjas del Beaterio, también de Brujas, la emoción de poder tocar maquetas en Madurodam, en La Haya.
Las preguntas: ¿creéis que a Anna Frank le habría importado que dos ciegos posasen sus dedos en su Diario, protegido por la inevitable urna de cristal? ¿No os parece que en medio del reino de bicicletas que es Holanda, no podríamos haber podido disponer de un par de tándems ppor aquello de que allá donde fueres haz lo que vieres?
La plenitud sensorial sentida en el parque de Harlem, donde pasamos una tarde de domingo llena de placidez, pisando la hojarasca del bosque, abrazando árboles gigantescos, escuchando el canto de los animales. El desviarnos de la carretera principal, a la salida de La Haya, siguiendo un impulso y penetrar en un mundo de casas increíbles, de bosque, de paz.
Nuestro arrojo por llegar a todos los sitios, ppor más intrincados que puedan pareceros a quienes veis: subir a los barcos para visitar los canales en Ansterdam y Brujas, atravesar escaleras casi de vértigo por su estrechez e inclinación e intentar culminar el campanario de una torre en Delff, nada menos que 376 escalones de caracol, esfuerzo éste que no nos fue permitido ante la dificultad del reto.
Las curiosidades: esos quesos colgados a modo de decoración entre casa y casa en Gouda, esa señal en el suelo de prohibido el acceso a los perros, esa ausencia de resaltes en el borde de los canales, los carillones que transformaban el tiempo en melodías, ese partido de fútbol playa en plena plaza del Dam, esos peculiares secamanos o esa técnica de limpieza del inodoro. El poder aparcar nuestro FIAT Punto azul a la puertta de las habitaciones como si nos encontrásemos en cualquiera de nuestros pueblos. El museo del queso en al Mark, único lugar en que pudimos tener información en castellano.El entrar en la iglesia de San Lorenzo en esta misma ciudad y tomarnos un té con pastas por aquello de tener derecho a una consumición junto con la entrada. Los sepulcros historiados en el suelo de la iglesia antigua de Delff. …
La accesibilidad relativa en el acceso a los monumentos: cierto que disfrutamos de gratuidad en las entradas a los lugares públicos, pero eché en falta el que hubiese audio guías, el que la información que se nos facilitó en braille no hubiese sido en inglés y me la hubiese podido traer como recuerdo. La curiosa sonoridad de los semáforos acústicos a modo de carracas…
Y, tal vez, sin duda lo más impportante: el habernos conocido mejor, el haber aprendido mutuamente acerca de la cotidianeidad de cada uno de nosotros.
Me quedan aún en la retina la tranquilidad de las pequeñas ciudades frente a la masificación turística de Ansterdam y Brujas. La habilidad de Alfonso que, ayudado de su teléfono móvil, nos condujo como un holandés más por las carreteras y ciudades sin pérdida de tiempo, la exquisitez del chocolate belga y los quesos, el haber aplicado la máxima “hacer más que ver” disfrutando de las terrazas, el pueblo de Volendam el molino de Kinder Dick o la visita a Leyden, ciudad natal de Rembrandt.
De viajes

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