martes, 17 de febrero de 2009

El Robinson español

Sin duda que todos hemos disfrutado con las aventuras de Robinson Crusoe, pero lo que tal vez no sepáis es que Daniel Defoe se inspiró, para ello, en la peripecia de un marino español del siglo XVI, Pedro Serrano. Ésta fue su historia.



En 1526, un ligero patache capitaneado por Pedro Serrano, parte de La Habana con rumbo a la costa colombiana de Santa Marta. Cruzando el Caribe una fuerte tempestad sorprende a la pequeña embarcación, el embate del temporal rinde las fuerzas del navío e irremediablemente naufraga. La tragedia se cierne sobre la tripulación y tan solo 3 de los hombres consiguen salvarse, llegando a nado y al límite de sus fuerzas a una pequeña isla, hasta aquel entonces, inexplorada, entre ellos se encontraba Pedro Serrano. Los supervivientes en busca de algún alimento para poder resistir en tan ignoto paraje, recorren la isla y pronto perciben que se encuentran en un pequeño islote despoblado no mayor de cincuenta kilómetros de largo y trece de ancho, en el que un sol abrasador castiga sus cuerpos dolientes, sin encontrar apenas vegetación ni manantiales de agua potable. A las pocas jornadas uno de los náufragos muere, quedando tan solo Serrano y uno de sus compañeros en su lucha contra la muerte en este inhóspito lugar. Los días pasan y los náufragos comienzan a agudizar el ingenio para sobrevivir.
Cuenta el Inca Garcilaso en su crónica de los hechos, que Serrano desesperado por encontrar alimentos «halló algún marisco que salía de la mar, como son cangrejos, camarones y otras sabandijas, de las cuales cogió las que pudo, porque no había candela donde asarlas o cocerlas», Pronto localiza otro recurso del que sacaría grandes provechos, tortugas: pone su carne al sol para comerla, bebe su sangre para apagar su sed, y emplea sus conchas para coger el agua que cae del cielo.
La agudeza lleva a Serrano y a su compañero a idear todo aquello que puede serle útil para subsistir: a falta de árboles, hacen con rocas, conchas y corales, una especie de choza para protegerse del sol y la lluvia, con los restos de la madera del naufragio ingenian un pequeño depósito que utilizan como aljibe, y logran hacer fuego chocando guijarros de pedernal con los jirones de sus ropas. Pasan los días, los meses y los años, y la única esperanza que los mantiene vivos es que algún barco español en travesía por el Caribe los saque de aquel infierno. En ocasiones ven pasar por sus cercanías algún navío, al que intentan llamar su atención haciendo fuego con leña húmeda para que desprenda una densa humareda, pero todo les resultó inútil, en ninguno de los casos fueron avistados, «por lo cuál ellos se quedaban tan desconsolados, que no les faltaba sino morir». Y así, alimentados a base de moluscos, tortugas y de los escasos peces que logran apresar consiguen sobrevivir algo más de ocho interminables años. Pero por fin un día su suerte cambia, una nao castellana que navega por las cercanías del islote que les da refugio, al ver las señales de humo, envía su batel a tierra con el fin de rescatar a aquellos dos hombres que greñudos, sucios y cubiertos de harapos, les piden socorro con gritos llenos de esperanza. Cuando son subidos abordo, todos son atenciones por parte de sus rescatadores, pero qué cruel fue el destino con el compañero de Pedro Serrano, que agotado en extremo y a pesar de verse rodeado de hombres amigos que se vuelcan en atenciones con él, va consumiéndose hasta fallecer antes de arribar a tierra española.
Serrano, único superviviente de aquel desgraciado patache, llega a España en 1534, y su relato, transmitido de boca a boca a todo lo largo y ancho del reino, hizo de él un hombre de leyenda. Tan famoso se hizo Serrano, que los círculos cortesanos y la nobleza se disputaban escuchar de sus labios su relato. Las autoridades quedaron de tal manera impresionadas, que deciden llevarlo a Alemania donde entonces se encontraba el rey Carlos V, para que le diera a conocer personalmente el desarrollo de sus aventuras. El monarca, conmovido, le recompensa económicamente con una pequeña fortuna.
Cuando bien podía haber quedado en su pueblo natal rodeado del aprecio y la admiración de sus vecinos, de nuevo se ve atraído por la llamada de la mar, por lo que Serrano vuelve a embarcar rumbo a aquellas aguas que le vieron padecer. Desembarca en Panamá para pasar allí el resto de su vida.
La pequeña isla donde Pedro Serrano vivió sus largos ocho años de aislamiento, figura en la cartografía con su nombre: Isla Serrana.

3 comentarios:

Viperina dijo...

Eres una enciclopedia andante, en serio. Un día de estos te voy a encuadernar y a ponerte en una estantería, para poder echar mano de tanto conocimiento...
Besos, Alberto.

Alberto dijo...

Vayaaaa, no me veo en una estantería con lo mucho que me gusta a mí zascandilear de acá para allá.
Vemos cómo casi siempre la realidad supera a la ficción.
Besos y gracias.

brujita dijo...

¡Otra cosa más para almacena en la memoria! y todo gracias a tí.no podía suponer que la obra se inspirara en un español...¡Tiene narices que se streviera a embarcar de nuevo.

besito volado

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