Ya se sabe… “Dios le da dientes a quien no puede comer” o “Los cuernos son como los dientes: duelen cuando crecen, pero luego se come con ellos”
Aquí os van algunas curiosidades sobre esta parte esencial de nuestro cuerpo.
El primer cepillo dental utilizado por los antiguos fue una ramita del tamaño de un lápiz, uno de cuyos extremos se trataba para conferirle un tacto blando y fibroso. Estos palitos se frotaban inicialmente contra los dientes sin ningún abrasivo adicional como nuestra pasta dentífrica, y han sido hallados en tumbas egipcias que datan de 3000 a.C. Los palitos masticables todavía se utilizan en ciertos lugares. Varias tribus africanas daban este uso a las ramitas de un árbol, Salvadoree pérsica o “árbol cepillo dental”.
El primer cepillo dental provisto de cerdas, similar al actual, tuvo su origen en China hacia el año 1498. Las cerdas, extraídas manualmente, del cuello de cerdos que vivían en los climas más fríos de Siberia y China (el frío hace que las cerdas de estos animales crezcan con mayor consistencia), eran cosidas a unos mangos de bambú o de hueso. Los mercaderes que visitaban Oriente introdujeron el cepillo dental chino entre los europeos, quienes consideraron que estas cerdas tenían una dureza excesivamente irritante.
En aquellos tiempos, los europeos que se cepillaban los dientes (práctica nada corriente) preferían unos cepillos más blandos, confeccionados con pelo de caballo. El padre de la odontología moderna, el doctor Pierre Fauchard, ofrece la primera explicación detallada del cepillo dental en Europa en 1723. Se muestra critico acerca de la escasa efectividad de los cepillos de pelo de caballo (eran demasiado blandos), y todavía más crítico con respecto al gran sector de la población que nunca, o rara vez, realizaba alguna práctica de higiene dental. Fauchard recomienda frotarse vigorosamente cada día los dientes y las encías con un trozo de esponja natural.
Los cepillos dentales fabricados con otros pelos de animales, por ejemplo el de tejón, experimentaron efímeros períodos de popularidad, pero muchas personas preferían limpiarse después de las comidas con una pluma rígida de ave (como habían hecho los romanos) o bien utilizar mondadientes especialmente fabricados en bronce o plata.
En muchos casos, los mondadientes metálicos eran menos peligrosos para la salud que los cepillos de pelo de animal duro, y cuando el bacteriólogo francés Louís Pasteur expuso en el siglo XIX su teoría sobre los gérmenes, los dentistas comprobaron que todos los cepillos de pelo animal (que conservan la humedad) acaban por acumular bacterias y hongos microscópicos, y que la perforación de una encía por las agudas puntas de las cerdas puede ser causa de numerosas infecciones en la boca. Esterilizar cepillos de pelo animal con agua hirviendo presentaba el inconveniente de ablandarlos excesivamente para siempre, e incluso destruirlos por completo, y los cepillos de calidad fabricados con pelo animal eran demasiado caros para permitir su frecuente sustitución. La solución para este problema no se presentó hasta la tercera década de nuestro siglo.
El descubrimiento del nailon en la década de 1930 por los químicos de la Du Pont, inició una revolución en la industria de los cepillos dentales. El nailon era duro y rígido a la vez que flexible, resistía la deformación y era también inatacable por la humedad, puesto que se secaba por completo y con ello atajaba el desarrollo bacterial.
El primer cepillo de cerdas de nailon fue vendido en Estados Unidos en el año 1938, bajo el nombre de Dr. West's Miracle Tuft Toothbrush. Du Pont dio a las fibras artificiales el nombre de Exton Bristies, y, a través de una amplia campaña publicitaria, la compañía informó a su público de que “El material utilizado en la fabricación del Exton se llama nylon, una palabra acuñada tan recientemente que nadie la encontrará en el diccionario”. Y la empresa destacaba las numerosas ventajas del nailon sobre las cerdas, recalcando también que, en tanto que las cerdas de pelo animal a menudo se desprendían del mango para alojarse desagradablemente entre la dentadura, las de nailon quedaban sujetas con firmeza al mango del cepillo.
Sin embargo, estas primeras cerdas de nailon eran tan rígidas que actuaban con suma dureza sobre las encías. De hecho, el tejido de éstas se resentía tanto, que al principio los dentistas se negaron a recomendar los cepillos de nailon. A principios de la década de 1950, la Du Pont había perfeccionado ya un nailon “blando” que fue presentado al público con el nombre de cepillo dental Park Avenue. Se pagaban entonces diez centavos por un cepillo de cerdas duras, y cuarenta y nueve por el modelo Park Avenue, más perfeccionado y, sobre todo, más blando.
No sólo los cepillos de nailon mejoraron la higiene dental, sino que contribuyeron, y no poco, a ahorrar serias molestias al ganado porcino. En 1937, por ejemplo, el año de la aparición de los cepillos de nailon, sólo en Estados Unidos se importaban 600.000 kilos de cerdas porcinas para cepillos dentales.
El siguiente avance tecnológico tuvo lugar en 1961, cuando la Squibb Company presentó el primer cepillo dental eléctrico, con el nombre de Broxodent. Tenia la acción limpiadora de arriba abajo, y fue recomendada por la American Dental Association.
Un año más tarde, la General Electric creó un cepillo dental eléctrico sin toma de corriente, accionado por pila y recargable. Los técnicos de esta compañía habían probado los cepillos en docenas de perros y aseguraron a los accionistas que “los perros disfrutaban de veras cuando se les cepillaban los dientes”.
La primera pasta dentífrica mencionada en la historia escrita fue ideada por médicos egipcios hace cuatro mil años. Altamente abrasiva y dotada de un intenso sabor, se fabricaba con piedra pómez pulverizada y un fuerte vinagre de vino, y era aplicada con un palito. Según los criterios modernos, resultaba considerablemente más atractiva que la primera pasta dentífrica romana, elaborada con orina humana, sin contar con que, al ser líquida, servía también de enjuague. Los médicos romanos del siglo I sostenían que cepillar los dientes con orina los blanqueaba y los aseguraba más sólidamente a sus alveólos.
Las mujeres romanas de clase alta pagaban muy cara la orina lusitana, considerada la más valiosa, puesto que, según se decía, era la más fuerte del continente. Los historiadores del arte dental creen que esto pudo ser cierto, pero tan sólo debido a que el líquido llegaba desde el actual Portugal a través de un largo itinerario terrestre. La orina, como componente activo de las pastas dentífricas y en los enjuagues, seguía siendo utilizada en el siglo XVIII. En realidad, aunque sin saberlo, los antiguos dentistas aprovechaban las moléculas limpiadoras del amoníaco contenido en la orina, moléculas que más tarde serían utilizadas en las modernas pastas dentífricas.
Con la caída del Imperio Romano, la técnica y la higiene dental se deterioraron rápidamente en Europa. Durante quinientos años, los hombres aliviaron sus dolores de muelas con medicamentos caseros y extracciones de tipo artesanal. Los escritos del médico persa Rhazes, del siglo X, señalan un renacimiento de la higiene dental, así como un perfeccionamiento en sus técnicas. Rhazes fue el primer médico que recomendó los empastes de cavidades. Utilizaba una pasta espesa elaborada con alumbre (contenía amonio y hierro) y mástique, una resina amarillenta procedente de un arbolillo perenne mediterráneo de la familia del anacardo. En aquellos tiempos, el mástique era un ingrediente esencial en los barnices y los adhesivos.
Por más perfeccionado que fuera el material de relleno empleado por Rhazes, perforar una cavidad para que aceptara un empaste exigía un alto grado de destreza en el dentista y una resistencia sobrehumana en el paciente. El problema más grave planteado por las primeras fresas dentales era su rotación exasperantemente lenta. El dentista agarraba el instrumento entre su pulgar y su índice y trabajaba manualmente con él, en un sentido y en otro, mientras profundizaba hacia la parte inferior de la pieza.
Hasta el siglo XVIII no aparecería la fresa mecánica, de un tamaño parecido al de un reloj de bolsillo y provista de un mecanismo interior de rotación. Y hasta que el dentista personal de George Washington, John Greenwood, adaptó la rueda de hilar de su madre para este fin, no existió una fresa dental relativamente rápida y accionada con pedal. Por desgracia, el intenso calor que generaba su rápida rotación representaba otro inconveniente, aunque éste se veía compensado porque el dolor duraba menos. (En tanto que la fresa de Greenwood giraba a unas quinientas revoluciones por minuto, los modernos modelos, enfriados por agua, funcionan a más de medio millón de vueltas.)
Blanqueo de dientes:
En Europa, las actitudes con respecto a la higiene dental empezaron a cambiar en el siglo XIV. En 1308, los cirujanos barberos, principales especialistas en la extracción de piezas dentales, estaban agrupados en gremios. A parte de la extracción, la principal operación dental del cirujano barbero consistía en limpiar y blanquear los dientes. Unos dientes blancos y relucientes eran muy apreciados, y el cirujano barbero procedía primero a limar los dientes del paciente con un áspero instrumento metálico, después de lo cual los frotaba con aquafortis, una solución altamente corrosiva de ácido. Esto permitía lucir unos dientes muy blancos durante algún tiempo, pero destruía por completo el esmalte y causaba la pérdida masiva de los dientes en edad muy temprana. No obstante, la vanidad era muy fuerte, y la limpieza dental por medio del ácido continuaba en Europa durante el siglo XVIII.
La tosca cirugía practicada por los barberos originó la imagen, antes tan corriente, del poste con franjas rojas y blancas como muestra de las barberías. Sucedió del modo siguiente. Los cirujanos dentales también cortaban el cabello, recortaban las barbas y practicaban la supuesta panacea de la sangría. Durante la sangría, era costumbre que el paciente apretara fuertemente un poste con una mano, para que las venas se hincharan y la sangre manara libremente. El poste estaba pintado de rojo para minimizar las manchas de sangre, y cuando no lo utilizaba colgaba junto a la entrada de la tienda, como anuncio, envuelto en la gasa blanca que se utilizaba para vendar los brazos ya sangrados, Con el tiempo, este poste rojo y blanco fue adoptado como símbolo oficial de los gremios de barberos cirujanos. El pomo dorado que más tarde se añadió a la parte superior del poste representaba la bacía de cobre que servía para recoger la sangre y también para preparar la espuma del afeitado. Cuando cirujanos y barberos se separaron, estos últimos conservaron el poste.
El precio que se pagaba por los dientes artificialmente blanqueados eran las cavidades, que venían a añadirse a la caries normal, una de las aflicciones más antiguas de la humanidad. Aterrorizados por la extracción de las piezas dentales, muchas personas padecían a menudo dolores intensos y crónicos, y es curioso que entre esas personas se contaran grandes forjadores de la historia. Resulta sorprendente que los libros omitan el hecho de que, por ejemplo, Luis XIV e Isabel I de Inglaterra (para mencionar tan sólo a dos grandes estadistas) frecuentemente hubieron de tomar grandes decisiones mientras padecían intensos dolores de muelas. En 1685, Luis XIV firmó la revocación del Edicto de Nantes (que había concedido la libertad religiosa), con lo que obligó a emigrar a millares de personas, mientras padecía todavía una infección bucal que duraba ya un mes, y que había abierto una llaga de difícil cicatrización entre el paladar y los senos.
Por su parte, Isabel padecía crónicamente a causa de profundas y extensas caries, pero temía los dolores de la extracción. En diciembre de 1578, un dolor de muelas incesante la mantuvo despierta de día y de noche durante dos semanas. Recurrió finalmente a las drogas, que la sumieron en una profunda confusión mental. Sólo accedió a la extracción cuando el obispo de Londres se ofreció para extraer uno de sus dientes sanos en presencia de la reina, a fin de que ésta comprobase que el dolor no era insoportable. Durante estas semanas de intenso dolor, siguió supervisando leyes que afectaban a las vidas de millones de súbditos.
En época más reciente, George Washington padeció durante su vida de adulto caries, inflamación de las encías y todas las molestias propias del tratamiento dental en el siglo XVIII. A partir de los veintidós años, perdió sus dientes uno tras otro, y adquirió una serie de dentaduras que estuvieron a punto de destruirle las encías. A través de una extensa documentación, no hay duda de que el primer presidente de los Estados Unidos padeció dolores casi continuos y que llegó el momento en que le fue casi imposible masticar. La causa probable de su sordera fue la posición forzada que imponía a su mandíbula inferior con el fin de dar a su cara una apariencia normal. Podría escribirse un volumen entero de especulaciones históricas sobre los efectos de los dolores de muelas agudos y prolongados en la actividad política.
Las dentaduras postizas:
Los etruscos, que habitaron la región de Italia que conocemos como Toscana, se consideran los mejores dentistas del mundo antiguo. Extraían dientes cariados y los sustituían por dentaduras postizas completas o por piezas sueltas, unas y otras talladas de modo realista en marfil o hueso. Los puentes se hacían de oro. Al morir una persona, sus dientes sanos e intactos eran extraídos quirúrgicamente para incorporarlos a dentaduras de aspecto todavía más auténtico, destinadas a las clases superiores. Los historiadores de la cirugía dental aseguran que la habilidad de los etruscos en la fabricación de dentaduras y el modelado de dientes postizos (habilidad que sólo en parte heredaron los romanos) no tuvo rival hasta el siglo XIX.
En cambio, los dentistas de la época medieval y de principios del Renacimiento eran bastante primitivos en sus prácticas y en sus creencias. Enseñaban que las caries eran causadas por “gusanos de los dientes” que perforaban hacia fuera (teoría ilustrada en numerosos grabados), y aunque extraían los dientes y muelas cariados, rara vez se esforzaban en sustituirlos, dejando a los pacientes desdentados para toda su vida. Los ricos adquirían dientes sanos y fuertes de las bocas de los pobres, arrancados a cambio de un precio estipulado, estos dientes se montaban en una “encía” de marfil.
Mantener los dientes de la mandíbula inferior en su lugar exigía ingenio por parte del dentista y una vigilancia continua, así como una gran vanidad en el paciente. Las mujeres elegantes del siglo XVI se hacían perforar las encías con ganchos para asegurar los alambres de las dentaduras. En el siglo siguiente, ya fue posible mantener estas piezas dentales en su lugar con el uso de resortes, tan recios que se necesitaba una presión constante para mantener cerrada la boca. Una distracción momentánea, y la dentadura podía salir disparada. El aspecto de las dentaduras empezó a mejorar hacia la época de la Revolución francesa.
Dentistas parisinos crearon los primeros dientes de porcelana duraderos, muy semejantes a los auténticos y hechos de una sola pieza. Esta moda fue adoptada en América por el doctor Claudius Ash. Éste deploraba la práctica, entonces frecuente, de recoger dientes de los campos de batalla. Abundaban las historias terroríficas sobre los “ladrones de dientes”, que obtenían su botín de soldados mal heridos. Millares de europeos lucían dentaduras “Waterloo”, tal como a fines de la década de 1860 millares de norteamericanos llevaban paladares postizos “tipo guerra civil”, en tanto se enviaban a Europa barriles enteros de dientes que habían pertenecido a jóvenes soldados norteamericanos. Los dientes de porcelana pusieron fin a esta práctica.
Mientras la porcelana mejoraba notablemente la apariencia de las piezas dentales postizas, la goma vulcanizada, perfeccionada a fines del siglo XIX, abrió el camino a los primeros soportes dentales cómodos y prácticos. Junto con estas dos innovaciones del siglo pasado, se registró la aparición del óxido nitroso, un anestésico conocido como “gas de la risa”, que inauguró la era de la odontología indolora. Por primera vez en la historia humana, los dientes enfermos podían ser extraídos sin dolor y sustituidos por piezas postizas tan cómodas como duraderas y atractivas. En la década de 1880, la demanda de dientes postizos era ya enorme, y en el siglo siguiente el milagro de los plásticos conseguiría mejorar más su aspecto.
miércoles, 11 de marzo de 2009
Va de dientes
Publicado por Alberto en 9:33 p. m.
Etiquetas: Un paseo por la Historia
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3 comentarios:
Con la cantidad de horas que he pasado en el sillón del dentista, y yo sin saber nada de todo esto...parece mentira que una parte tan pequeña de nuestro cuerpo como es un diente, pueda causar semejante dolor.
Un besazo, amigo.
¡Que cosas más curiosas!...pero yo estoy pensando que si para tener los dientes limpios solo quedara la opción del "pipí"...me dejaría los dientes sin lavar hasta que los perdiera...y si me tenía que poner los dientes de un muerto...pues "Be quebaría sin bientes paba siembre"ja,ja.
besito volado.
A mí los dientes siempre me han llevado por el camino de la amargura: ¿cómo algo aparentemente tan duro es fragilísimo????
Bueno, después de haberte leído, me alegro de vivir en el siglo XXI, ja, ja, ja!!
Muy interesante, me ha gustado!
Feliz viernes!
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