miércoles, 4 de marzo de 2009

Cervantes esquina a León

Ahora que, con mayor frecuencia, paloteo por esas calles del madrileño Barrio de Las Letras, veo publicado el artículo que os pego a continuación de Arturo Pérez-Reverte, extraído de XLSemanal del pasado domingo.
Para mí, la calle León es una calle estrecha, en la que debo ir pegado a su pared para no tragarme los múltiples bolardos, basura y demás, no tiene aceras. Es la calle que me conduce desde la boca de Metro de Antón Martín a la calle del Prado, donde se encuentra la sede central de la ONCE, a la que de vez en cuando acudo por motivos laborales, y enfrente de ésta, el ateneo.
Creo que después de leer el artículo encararé mejor su tránsito y me tomaré alguna cervezota con limón en alguno de sus bares.


Me gusta la calle Cervantes de Madrid. No porque sea especialmente bonita, que no lo es, sino porque cada vez que la piso tengo la impresión de cruzarme con amistosos fantasmas que por allí transitan. En la esquina con la calle Quevedo, uno se encuentra exactamente entre la casa de Lope de Vega y la calle donde vivió Francisco de Quevedo, pudiendo ver, al fondo, el muro de ladrillo del convento de las Trinitarias, donde enterraron a Cervantes. A veces me cruzo por allí con estudiantes acompañados de su profesor. Eso ocurrió el otro día, frente al lugar donde estuvo la casa del autor del Quijote, recordado por dos humildes placas en la fachada -en Londres o París esa calle sería un museo espectacular con colas de visitantes, librerías e instalaciones culturales, pero estamos en Madrid, España-. La estampa del grupo era la que pueden imaginar: una veintena de chicos aburridos, la profesora contando lo de la casa cervantina, cuatro o cinco atendiendo realmente interesados, y el resto hablando de sus cosas o echando un vistazo al escaparate de un par de tiendas cercanas.Cervantes les importa un carajo, me dije una vez más. Algo comprensible, por otra parte. En el mundo que les hemos dispuesto, poca falta les hace. Mejor, quizás, que ignoren a que sufran.Pasaba junto a ellos cuando la profesora me reconoció. Es un escritor, les dijo a los chicos. Autor de tal y cual. Cuando pronunció el nombre del capitán Alatriste, alguno me miró con vago interés. Les sonaba, supongo, por Viggo Mortensen. Saludé, todo lo cortés que pude, e hice ademán de seguir camino.Entonces la profesora dijo que yo conocía ese barrio, y que les contase algo sobre él. Cualquier cosa que pueda interesarles, pidió.La docencia no es mi vocación. Además, albergo serias reservas sobre el interés que un grupo de quinceañeros puede tener, a las doce de la mañana de un día de invierno frío y gris, en que un fulano con canas en la barba les cuente algo sobre el barrio de las Letras. Pero no tenía escapatoria. Así que recurrí a los viejos trucos de mi lejano oficio. Plantéatelo como una crónica de telediario, me dije. Algo que durante minuto y medio trinque a la audiencia. Una entradilla con gancho, y son tuyos. Luego te largas. «Se odiaban a muerte», empecé, viendo cómo la profesora abría mucho los ojos, horrorizada. «Eran tan españoles que no podían verse unos a otros. Se envidiaban los éxitos, la fama y el dinero. Se despreciaban y zaherían cuanto les era posible. Se escribían versos mordaces, insultándose. Hasta se denunciaban entre sí. Eran unos hijos de la grandísima puta, casi todos. Pero eran unos genios inmensos, inteligentes.Los más grandes. Ellos forjaron la lengua magnífica en la que hablamos ahora.Me reía por los adentros, porque ahora todos los chicos me miraban atentos. Hasta los de los escaparates se habían acercado. Y proseguí: «Tenéis suertede estar aquí -dije, más o menos-. Nunca en la historia de la cultura universal se dio tanta concentración de talento en cuatro o cinco calles. Se cruzabancada día unos y otros, odiándose y admirándose al mismo tiempo, como os digo. Ahí está la casa de Lope, donde alojó a su amigo el capitán Contreras, apocos metros de la casa que Quevedo compró para poder echar a su enemigo Góngora. Por esta esquina se paseaban el jorobado Ruiz de Alarcón, que vino deMéxico, y el joven Calderón de la Barca, que había sido soldado en Flandes. En el convento que hay detrás enterraron a Cervantes, tan fracasado y pobreque ni siquiera se conservan sus huesos. Lo dejaron morir casi en la miseria, y a su entierro fueron cuatro gatos. Mientras que al de su vecino Lope, quetriunfó en vida, acudió todo Madrid. Son las paradojas de nuestra triste, ingrata, maldita España».No se oía una mosca. Sólo mi voz. Los chicos, todos, estaban agrupados y escuchaban respetuosos. No a mí, claro, sino el eco de las gentes de las que leshablaba. No las palabras de un escritor coñazo cuyas novelas les traían sin cuidado, sino la historia fascinante de un trocito de su propia cultura. Desu lengua y de su vieja y pobre patria. Y qué bien reaccionan estos cabroncetes, pensé, cuando les das cosas adecuadas. Cuando les hacen atisbar, aunquesea un instante, que hay aventuras tan apasionantes como el París-Dakar o mira quien baila, y que es posible acceder a ellas cuando se camina prevenido,lúcido, con alguien que deje miguitas de pan en el camino. Le sonreí a la profesora, y ella a mí. «Bonito trabajo el suyo, maestra», dije. «Y difícil»,respondió. «Pero siempre hay algún justo en Sodoma», apunté señalando al grupo. Mientras me alejaba, oí a algunos chicos preguntar qué era Sodoma. Me reíaa solas por la calle del León, camino de Huertas. Desde unos azulejos en la puerta de un bar, Francisco de Quevedo me guiñó un ojo, guasón. Le devolvíel guiño. La mañana se había vuelto menos gris y menos fría.

2 comentarios:

Viperina dijo...

¿Y luego te extrañas de que te diga que eres un baúl lleno de conocimientos? Me has dejado...maravillada.
Besos, Alberto.

Casa de Los Cuentos dijo...

Hola Alberto
Un gran placer concocerte. Me he convertido en un seguidor de tu Blog. Bienvenido a mi Casa.
Saludos desde Mérida-Venezuela. Jabier.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...