LAS TARDES EN EL PARQUE
Marichu y Segismundo constituyen un venerable matrimonio de ancianos, ella octogenaria y él rayano los noventa. Pese a su avanzada edad y a los consejos de familiares y conocidos, se siguen resistiendo a abandonar la casa en la que residen.
---Mientras nos valgamos, no queremos salir de casa, que es donde mejor se está. Así se manifiesta la esposa cuando alguien saca el tema, argumentando que en una residencia estarían mejor cuidados. No tienen hijos.
Uno de los pocos placeres que les quedan, además de ser una terapia, es darse un paseo al cercano parque de san Francisco, para sentarse un buen rato y matar las horas, que pasan lentamente, contemplando a los adolescentes que juegan, ríen oflirtean con bulliciosa animación. Y de paso, calentando sus frágiles huesos, que parecen intuir la frialdad de una muerte que se acerca inexorablemente.
Alguna de esas tardes, llevados por los jaraneros chicos, se han dejado arrastrar por sus recuerdos de juventud.
---¿Recuerdas, mujer, cuándo nosotros teníamos su edad, con sus mismas preocupaciones?
Marichu asiente dejando vagar su mente, aunque eso sí, mirándoles con nostalgia.
---Entonces éramos de otra manera que los jóvenes de hoy, contesta ella con voz lejana. Respetábamos más a los mayores y sabíamos disfrutar más de las pocas cosas que teníamos. Había menos medios, pero vivíamos más tranquilos. Ahora corren demasiado para todo…
---Ya, mujer, pero ya sabes que yo a los 14 años tuve que dejar la escuela y ponerme a labrar con las mulas. Surco arriba, surco abajo. Y en verano a acarrear la mies y después de aventarla, subirla en sacos a la falsa, que estaba en lo más alto de la casa, y que te dejaba la espalda molida. Y ya ves, después de tanto trabajar, nos queda esta pensión, que si no hubiera sido por lo que fuimos ahorrando, ni para comer tendríamos. Y sin embargo los jóvenes que hoy han quedado en el campo, con la maquinaria y los adelantos, en cuatro días, lo hacen todo.
Sí marido, se trabajaba más, o quizá de otra manera. Porque hoy estudian un montón y no saben nunca dónde van a ir a parar. Yo no salí del pueblo hasta que no fuimos de luna de miel a Valencia. ¡Qué guapo me parecías, con tu traje de domingos, tu piel curtida y tu mirada segura y confíada¡. Recuerdo que tomamos el coche de línea con nuestra maleta de cartón y cuando llegamos a aquella ciudad, ¡qué grande era, cuánta gente y cuántos autos¡. Y el mar, ¡aquello si que era grande, qué miedo¡. Pero qué dichosa era a tu lado… Hoy, en cambio, a la edad que nos casamos, ya no les sorprende nada. Con lo que salen, los ordenadores y la televisión, no les hace gracia nada. No les impresionaría, como me impresionó a mi, aquel escaparate tan bien puesto, con sus muñecos luciendo unos vestidos preciosísimos, con colores tan bonitos, no los negros ni pardos de mis sayas.
---Que no mujer, que se vive mejor ahora. Mírales qué bicicletas llevan, qué patines… y cómo van cogidos de la mano los novios. No nosotros, que teníamos que escondernos para robarte un beso, o decirte que te quería, qué bien difícil me lo ponías.
Así transcurre la tarde, como tantas otras, con la eterna discusión. La nostalgia de Marichu por recuperar un tiempo de ingenuidad y enamoramiento, que tanta fuerza tuvo en su mocedad. Y Segismundo, carcomido por la amargura de no poder aprovechar las comodidades que ve a su alrededory, con las que cree, habría hecho más dichosa a su Marichu, sin darse cuenta de que ella, se conforma con haberlo tenido a su lado. Trabajosamente se levantan y, apoyados el uno en el otro, lentamente vuelven a su hogar. Mañana será otro día y se juntarán con otros ancianos que hablarán, como ellos, de la guerra, del pueblo, de sus bailes de domingo en que sacaban a las mozas y de las peleas porque la Juana o la pepa habían mirado a otro, que encima era forastero.
Llegan a casa y Ana Lucía les ha preparado una verdura y un poco de pescado sin sal, naturalmente, que luego sube la tensión. Con lo buenas que estaban las migas con tocino que se almorzaban antes de ir al campo. Mucha grasa se comía, pero ni había colesterol, ni tensión.
Ana Lucía es peruana. Tiene 26 años y lleva 2 en España. Quien les iba a decir a Marichu y a Segismundo que conocerían a gentes de tierras tan lejanas, de razas y pieles tan diferentes. Tiene un niño y ahorra todo lo que puede para mandarlo a su país. Les trata con dulzura y ellos, procuran ayudarla en lo poco que pueden. Les recuerda sus inicios de casados, con las estrecheces y renuncias propias de todo comienzo. Y piensan que, tal vez haya cosas que, por mucho que pase el tiempo, nunca cambian.
Madrid, 14 de julio de
lunes, 8 de octubre de 2007
De nostalgias y esperanzas.
Publicado por Alberto en 9:43 p. m.
Etiquetas: Relatos
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1 comentario:
Segismundo..me gusta el nombre..me imaginoa a un ser humano inteligente,pasivo y con una sonrisa encantadora...tambien siento profundamente la experiencia de ellos..pues soy una inmigrante y lo mas bello que me ha pasado en la vida poder estar con persoans de tantas culturas..aprender y aprender de todos ellos es fascinante...pues que vivan las razas multicolores
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