domingo, 14 de octubre de 2007

¿Puede cambiarse el destino?

LA HOGUERA


No quisimos hacerlo pero no nos quedó más remedio. Si hubiéramos podido evitarlo, no habría sucedido lo que acaeció después.
Mi nombre es Jaime y desde que mi abuela me regaló, a los trece años, el libro que relataba las aventuras de aquel intrépido explorador llamado David Livingstone hizo que germinara en mi alma la semilla del viajero. Por aquellos años sólo podía permitirme soñar, con recorrer lejanas tierras, devorando los libros que había a mi alcance y hurtando a mi padre los diarios que traían reportajes de esa temática.
A mis dieciocho años ya tenía claro lo que iba a hacer en la vida. Mientras que otros chicos se dedicaban a flirtear o iniciarse en paraísos perdidos, yo sabía que lo mío era estudiar el mundo de la fauna; porque, ¿cómo sino iba a superar las hazañas de mi héroe?.
Por eso, vencidas las reticencias de muchos, me matriculé en ciencias biológicas y me dediqué en cuerpo y alma a su estudio.
Pero, varios años después, sentía que el tiempo había pasado y aún no me creía en condiciones de enfrentarme al destino que me marqué en aquella, ya lejana, adolescencia. Los estudios me estaban dejando un poso amargo, por la falta de preparación de muchos profesores y el casi nulo interés que eran capaces de inculcarnos.
Pero todo cambió un soleado día de primavera, ya casi al final de curso. En esas épocas la asistencia a clase disminuía hasta poco más de una docena de alumnos, siendo yo uno de los que habitualmente faltaba a esa rutina. Pero, por una vez, decidí hacer un esfuerzo por el tema de la lección. Éste no iba a ser otro que el titulado “Jirafas: animales que sobresalen en la multitud”. La cosa prometía ya que, además estaría a cargo de una investigadora llamada Helen Roney. . Ésta, de figura grácil, pelo trigueño ojos verde mar y voz cálida, desde que comenzó su exposición, me hizo sentir que, por fin había encontrado, alguien a quien seguir en mi búsqueda.
Durante una hora, que pareció un instante, la doctora Roney, describió, con toda la pasión del enamorado, las características de ese singular mamífero, capaz de correr a 56 kilómetros por hora y llegar a pesar 1200 kgs. Nos habló de su pelaje ideal para camuflarse en los hábitats en que se mueve, de la forma de comunicarse y de otros muchos datos curiosos.
La exposición estuvo salpicada de anécdotas tiernas y diapositivas de gran belleza. Especialmente quedó grabada en mi retina una en la que Helen asistía al parto de una cría, que nacía de pie, junto al río Zambeze. En ella se la veía cómo contemplaba extasiada ese milagro, en medio de una vegetación exuberante y un cielo de un azul radiante. Tal vez, quizá por eso, me llamó la atención. Con su mano izquierda sujetaba un paraguas rojo, con mango en forma de cabeza de perro. Era éste, un elemento que desentonaba en medio de la luminosidad reinante. A mí no me importaba ni el paisaje ni el alumbramiento, sólo quería prendarme de su figura, y por eso, me chocó ver el dichoso paraguas.
Terminada la conferencia, temeroso de que otros me hurtaran su atención, raudo me acerqué para, con torpes balbuceos, ah si hubiese tenido la experiencia de ahora, expresarle mi admiración y mi deseo de contarle los anhelos que me dominaban.
Ella, con dulzura pero educada firmeza, me dijo, quién podría olvidar las primeras palabras con que me regaló:
---Joven, qué atrevido resultas, sin apenas conocerme ya quieres contarme tus sueños. Llámame a mi hotel y podremos tomar café a eso de las siete.
Arrancó de su libreta una cuartilla para anotar la dirección.
Éste sería el primero de los recuerdos que conservo de ella. Después se irían sumando cartas, artículos, fotografías, sus cuadernos de dibujo, un ídolo de los masai, y otros objetos que le pertenecieron. Todos ellos los guardo en la caja de cartón que nunca consintió en tirar. Pero no quiero que la tristeza venza de nuevo. Al menos pude gozar de ella, aunque por mí sucedió lo inevitable.
Porque en aquella merienda de primavera intimamos y supimos que nos amaríamos, pese a la diferencia de edad.
Me ofrecí para dejarlo todo y acompañarla en sus investigaciones, para encontrar el animal perdido que la llevaría a la fama y al reconocimiento de otros que, por ser mujer, la despreciaban. La fiebre se apoderó de mí y ya no me abandonaría hasta el final.
Pero Helen quiso calmarme. Me escuchaba y exortaba a no renunciar a la comodidad del mundo en que había crecido y a que no me dejase engañar por el romanticismo de la naturaleza. Lo hacía con el lenguaje aprendido en las tierras sureñas de California y mamado de su abuela, de origen asturiano.
Se apreciaba cierto cansancio en su voz pero no quise hacerle caso. Las ansias de adolescente se transformaban ahora en seguirla, igual que entonces habría querido seguir al aventurero doctor livingstone. Pero esta vez, nada me detendría.
Convencida apenas por mi pasión, me emplazó a finalizar los estudios y entonces, podría acompañarla. Mientras tanto no dejaríamos de estar en contacto. Porque a ella le había ganado mi entusiasmo y la fe que, tiempo atrás, la abandonara.
---Querida niña, acércame la caja de cartón que perteneció a tu madre. Ayúdame a sacar las fotos que me hizo con su cámara Brownie, que con tanto esmero manejaba, ahora estropeada, pero que tan útil le resultó. Ve diciéndome cuáles vas eligiendo, aunque todas las guardo en mi memoria, como si ella me las estuviese mostrando, como tú lo vas a hacer.
¡Ay Elena, si tú recordaras a tu pobre madre!, pero eras demasiado pequeña cuando nos ofrecieron aquella beca y tuvimos que dejarte con tus abuelos. Cómo íbamos a saber que ya no la volverías a ver…. Menos mal que tienes su misma voz.
Vuelven a mi memoria los recuerdos, mientras tú rebuscas los tesoros que te pido.
Lleno tu silencio con la evocación del día en que, fui con el encargo que nos hacían para estudiar la fauna ucraniana, con sus animales de los bosques y las estepas, por medio de un convenio de colaboración con la universidad de Sevastopol. Deberíamos permanecer en aquella lejana ciudad por un periodo de seis meses.
Cuando ya nos habíamos instalado y empezábamos a sentirnos cómodos, aunque añorando tu ausencia, sucedió la gran catástrofe que nos robó a nuestro ángel, lo mismo que a otros tantos miles, y a mí me sumiría en esta oscuridad de la que, la memoria y tu cariño, me guían, al menos, lo suficiente para no sucumbir en la gelidez de la nada.
Era un 26 de abril de 1986. Cómo no recordarlo. Era el aniversario de aquella primera charla y habíamos decidido celebrarlo con una excursión a Kiev y sus alrededores. Por la tarde, algo cansados empezamos a ver cómo el cielo se teñía de un gris ceniciento y algo oprimía nuestro pecho, impidiéndonos respirar. Los ojos empezaron a lacrimearnos y, de repente, reinó un silencio de muerte.
Tu madre, con su perspicacia y acostumbrada a la pureza de la selva, se ahogaba. Me imploró que la sacara de allí. Traté de calmarla y buscar un refugio, pero no lo había. Todo se hallaba igual de viciado y mis ojos empezaban a arder, dejando todo borroso.
Ella se desplomó. En su piel dorada empezaron a aparecer unas horribles manchas y parecía que se estaba derritiendo. No sabía qué podía ocurrir.
En mi precario ruso, que empezaba a chapurrear, pero con el lenguaje universal del miedo y los gestos, me hice entender para que nos ayudasen a llegar al hospital más próximo.
El caos era absoluto. Gritos de angustia y precipitación reinaban en aquel pandemónium.
Alguien, no puedo decirte quién se llevó a tu madre y amí me vendaron mis ojos, que me quemaban como brasas.
Tiempo después, no sé cuánto, me despertaron. Pusieron una suave mano en el hombro.
Quise abrir los ojos, pero no pude, ya nunca podría. Algo me había dejado ciego. . Supliqué que me trajeran a mi querida Helen, pero no me contestaron. Al menos rogué que me dijeran qué había ocurrido.
---Un accidente en la cercana Chernobyl. Uno de los reactores de su central nuclear había estallado. Eso sí, me pedían que conservara la calma. Todo se iría solucionando y las autoridades me informarían de dónde se encontraba mi esposa.
Tuve que esperar otra semana, una eternidad, para que se vieran confirmados mis presagios.
Y, entonces, ¿qué iba a hacer?, ¿qué podría decirte?.
Tras una leve convalecencia me repatriaron. Todo eran buenas palabras, consuelos de pobres pero, ¿de qué me servirían ahora que había perdido a mi amada?, ¿cómo podría explicarte que por mi culpa ya no disfrutarías del calor de tu madre?.
Pero tú, como ella, fuiste generosa, perdonaste lo que yo no me podía perdonar. Y ahora continúas a mi lado, no me has abandonado y haces que Helen no haya muerto.
Sí, hija; la siento aquí, a nuestro lado. Con su risa, su ahinco, su cariño y su generosidad. Y sé que siempre estará ahí y tú eres su prolongación.
Anda, descríbeme, una vez más, sus fotos, hazme vivir de nuevo.
---¡Ay papá, qué pesado te pones!. Anda, deja los recuerdos y vámonos a dar un paseo, que ya sabes que te conviene y cuéntame otras cosas. Esas historias alegres que hablan de un tiempo feliz.

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