domingo, 27 de enero de 2008

La medición del tiempo

Un partido de fútbol se alarga 90 minutos. La vida de una tortuga, unos 80 años. Asafa Powell recorre 100 metros lisos en 9’77 segundos. En diez minutos
cocemos un huevo… El tiempo es importante en nuestras vidas.
Pero, ¿qué es? Todos tenemos claro que un día dura más que una hora y que un año más que un día... Pero ninguno de nosotros sería capaz de dar una definición
clara y precisa a la palabra "tiempo". Podemos medirlo gracias a que existen sucesos que se repiten una y otra vez siguiendo ciclos (el movimiento de la
aguja de un reloj o de un péndulo, el amanecer, la Luna llena, las vacaciones de verano...). Lo único que podemos hacer con el tiempo es contar ciclos.
La historia de la Astronomía es, precisamente, la historia de la medida del tiempo y de la ordenación de los ciclos de la Naturaleza.
Si pudiéramos viajar a la noche en la que un hombre miró por vez primera el firmamento, veríamos algo muy parecido a lo que estamos acostumbrados: un montón
de puntitos brillantes, unos más que otros, repartidos aleatoriamente sobre lo que semeja una cúpula celeste. Con la paciencia suficiente, distinguiríamos
cómo cambian de posición hasta la salida del Sol por el horizonte. Un poco más tarde, éste subiría hasta alcanzar su punto más alto; y bajaría hasta ocultarse
por el lado opuesto. Finalmente, reaparecerían las estrellas. Habría pasado un día.
A lo largo de la historia, se han dado explicaciones diversas a la sucesión del día y la noche. Los antiguos egipcios pensaban que la diosa del cielo Nut
se comía al Sol todas las noches y lo paría todas las mañanas. Durante las horas de oscuridad, el Sol viajaba por el interior del cuerpo de Nut, lo que
permitía que se distinguieran las estrellas dibujadas en su piel.
Actualmente sabemos que la sucesión del día y la noche se produce por el movimiento de rotación de la Tierra, y que éste es el ciclo que más influye en
nuestras vidas. Dormimos cuando se va el Sol y nos despertamos cuando aparece. Pero también la actividad de nuestro aparato digestivo, nuestra temperatura
corporal, tensión muscular o presión arterial... se rigen por un ciclo diario.
Por ello, cuando contamos el tiempo, el ciclo principal en el que nos basamos es el día y, de hecho, es el único en el que coinciden todos los calendarios
que se han utilizado a lo largo de la historia de la humanidad. No han estado siempre de acuerdo, sin embargo, en la división que se ha hecho de esos días,
es decir, en el número de horas y en su duración.
Por ejemplo, en la República Francesa, a finales del siglo XVIII, se instauró un calendario que seguía el sistema decimal: dividía el día en 10 horas, cada
hora en 100 minutos y cada minuto en 100 segundos. Consideraban que era una opción mucho más racional que la actual, en la cual un día día contiene 24
horas; una hora, 60 minutos; y un minuto, 60 segundos, según un sistema sexagesimal.
Los primeros en vivir un día de 24 horas fueron los babilonios hace unos 6.000 años. Parece más lógico utilizar el sistema decimal como hacían los revolucionarios
franceses, puesto que tenemos diez dedos. Sin embargo, es posible que los babilonios no contaran con los dedos sino con las falanges (cada una de las tres
partes en que se articula un dedo). De este modo, con el dedo pulgar de la mano derecha podemos sumar hasta 12 falanges, que multiplicadas por los cinco
dedos de la mano izquierda da 60.
Pero volvamos con nuestro hombre, que sigue pendiente de los ciclos que ocurren en el firmamento. Algunas noches ve un astro curioso, que parece variar
de un día al otro. Desde siempre, este extraño objeto celeste ha fascinado al ser humano, que ha creado sobre él dibujos, historias y leyendas.
Si observamos la Luna a lo largo de varias noches seguidas, apreciaremos su cambio de forma: pasa de ser simplemente una pequeña franja iluminada en el
cielo, a media luna creciente; Luna llena, grande y redonda; media Luna menguante; y Luna nueva, en un ciclo que dura 29 días y medio. Además de regir
las mareas, simbólicamente es un ciclo muy importante porque coincide con el de la mujer. Por ello, muchas culturas lo han utilizado como base para sus
calendarios.
En Babilonia se seguía un calendario lunar de doce meses con 30 días cada uno. De este modo, el primer día de cada mes coincidía siempre con la misma fase
de la Luna. Pero al multiplicar 12 por 30 da 360, es decir, cinco días menos que el ciclo anual de las estaciones. Por tanto, el calendario babilonio no
podía predecir correctamente el comienzo de las estaciones y, con el paso del tiempo, el "mes de arar" no coincidía con el momento en que tenían que arar.
Para solucionar el problema, añadían un decimotercer mes cuando era necesario de modo que las estaciones coincidieran con los meses. Este decimotercer
mes se consideraba un mes de mala suerte. Desde entonces, el número trece ha estado asociado a las desgracias.
A nuestro hombre primitivo, eso todavía no le preocupa. De tanto mirar el firmamento, su clan le ha otorgado la misión de comprender y dominar los ciclos
de la Naturaleza. Se ha convertido en un chamán, en el primer astrónomo. Sentado siempre en la misma roca de observación, puede comprobar que el Sol no
sale todos los días por el mismo punto del horizonte.
Efectivamente, decimos que el Sol sale por el este y se oculta por el oeste, pero esto es estrictamente verdad sólo los días 23 de septiembre y 21 de marzo,
en los equinoccios de otoño y primavera (aunque a veces estas fechas varían de un día). Durante el otoño, su punto de salida por el horizonte se va desplazando
cada día más hacia el sur hasta el solsticio de invierno. Los días son más cortos y el Sol sube menos en el firmamento. A partir de entonces ese punto
de salida dará "marcha atrás" y volverá a acercarse al este. En la primavera ocurre justo lo contrario.
Observando la salida del Sol por detrás de las montañas, nuestro primer astrónomo es capaz de determinar el momento exacto del ciclo solar en que se encuentra.
Con el paso del tiempo, esa roca sobre la que se sienta se transformará en un lugar sagrado. Los templos más importantes de la antigüedad (como Stonehenge,
Teotihuacan o Machu Picchu) no son más que observatorios con los que determinar los hitos astronómicos y así poder predecir cuándo hay que sembrar, recolectar
o protegerse de las lluvias o fríos venideros.
Por su importancia, el clan sentirá la necesidad de celebrar esos momentos de cambio de las estaciones. Todas las civilizaciones antiguas (y no tan antiguas)
han relacionado los momentos astronómicos más significativos con sus fiestas religiosas. Incluso nosotros, en nuestra sociedad tecnológica, lo seguimos
haciendo: la Navidad con el solsticio de invierno, las hogueras de San Juan con el de verano, la Semana Santa con la entrada de la primavera…
Y es que, año tras año, desde el principio, nuestros pasos han estado regidos por los ciclos que marcan la Tierra, la Luna y el Sol.

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