¿Qué os parece si nos damos un paseo por la naturaleza de la mano de Carlos de Hita?
Sigámosle y gocemos con sus descripciones que casi se hacen pintura acústica.
Orillas del río Moros, en la llanura segoviana. Jueves, 28 de enero entre las cinco y las ocho de la tarde, desde la caída del sol hasta bien pasado el crepúsculo. El cielo está despejado, la atmósfera tibia, y sólo al final una suave capa de nubes velará la luz de la luna, casi llena, disolviendo algo los contornos de las sombras.
El río corre lento por un cauce amplio, más una sucesión de remansos que una corriente rápida. Las vegas, muy abiertas, están cubiertas de chopos y fresnos.
Las lluvias de las últimas semanas debieron hacer subir mucho su nivel, porque son un puro barrizal. En las zonas de sombra se mantienen unas extensas capas de hielo, finas como hojas de cristal, que la tibieza del aire no ha conseguido fundir. Curiosamente, en todas partes el hielo se ha separado varios centímetros del suelo, lo que hace que el avance se produzca en medio de un crujir constante. Pese al ruido, en las marañas de vegetación ribereñas silba, oculto, un ruiseñor bastardo. No está muy claro por qué lo hace, en fechas tan lejanas a los tiempos de territorialidad y cría; pero así son los animales.
Le responde el torrente de voz de un chochín, tenaz como pocos pese a su ligereza (en algún momento ya hablamos de los pesos pluma). Uno y otro son invisibles, como invisible es la autora de una serie de reclamos nasales, casi estornudos, pitidos y toques rítmicos y quedos. Ella se esconde, pero su voz delata la presencia de una gallineta común rebuscando entre las cañas de la orilla. Al mismo tiempo un hocico y dos ojos brillantes se asoman fugazmente sobre un talud, y a la aparición le sigue un chapoteo y las ondas que se disuelven en la corriente de agua. Apenas ha habido tiempo para identificar la presencia de un visón americano.
Quienes prefieren huir antes que esconderse son varias decenas de ánades azulones que sesteaban confiadamente en los remansos del río. Detrás de cada curva, en cada meandro, arrancan con estrépito, graznan, parpan, sobrevuelan las copas de los chopos envueltos en los siseos que produce su tenso aleteo y se alejan aguas abajo. Ha habido suerte, ya que no había cazadores por la orilla. De lo contrario, un paseo inocente podría haber acabado de mala manera, para los patos sobre todo, pero también para el paseante.
Empieza a caer la oscuridad y el camino prosigue por un rodal de pinos piñoneros, un auténtico bosque isla, que desde hace muchos años sirve de soporte a una colonia de cigüeñas blancas y otra de garzas reales. Para las garzas aún es pronto; tan sólo algunas dejan escapar sus graznidos, ásperos y tan potentes que el cauce del río devuelve su eco.
Pero las cigüeñas son mucho más madrugadoras. Ya hay bastantes posadas en los nidos, esperando la llegada de sus parejas, que acuden en oleadas con las últimas luces. Por un momento el pinar se llena con el crotorar, la suma de los chasquidos de los picos de muchas aves que se saludan, a su manera, sobre las ramas de los nidos.
Y en el silencio del bosque se escucha ahora una llamada lúgubre, una nota larga que reverbera en el aire ya frío. Le responde un gañido más agudo: una pareja de búhos chicos empieza sus escarceos amorosos. La luz de la luna ilumina la negra silueta del macho, que sobrevuela en círculos las copas de los árboles mientras palmetea bajo el cuerpo con las puntas de las alas -un palmetazo por cada tres batidos, según pudo averiguar, quién sabe cómo, un ornitólogo-.
Muy lejos, desde el fondo de la noche, ladra un zorro, también en celo. En pleno invierno, en plena noche del año, hay indicios de que las cosas empiezan a cambiar.
Río Moros, alrededores del caserío de Ayas, 28 de enero de 2010.
Del diario El Mundo, en su edición digital.
Sigámosle y gocemos con sus descripciones que casi se hacen pintura acústica.
Orillas del río Moros, en la llanura segoviana. Jueves, 28 de enero entre las cinco y las ocho de la tarde, desde la caída del sol hasta bien pasado el crepúsculo. El cielo está despejado, la atmósfera tibia, y sólo al final una suave capa de nubes velará la luz de la luna, casi llena, disolviendo algo los contornos de las sombras.
El río corre lento por un cauce amplio, más una sucesión de remansos que una corriente rápida. Las vegas, muy abiertas, están cubiertas de chopos y fresnos.
Las lluvias de las últimas semanas debieron hacer subir mucho su nivel, porque son un puro barrizal. En las zonas de sombra se mantienen unas extensas capas de hielo, finas como hojas de cristal, que la tibieza del aire no ha conseguido fundir. Curiosamente, en todas partes el hielo se ha separado varios centímetros del suelo, lo que hace que el avance se produzca en medio de un crujir constante. Pese al ruido, en las marañas de vegetación ribereñas silba, oculto, un ruiseñor bastardo. No está muy claro por qué lo hace, en fechas tan lejanas a los tiempos de territorialidad y cría; pero así son los animales.
Le responde el torrente de voz de un chochín, tenaz como pocos pese a su ligereza (en algún momento ya hablamos de los pesos pluma). Uno y otro son invisibles, como invisible es la autora de una serie de reclamos nasales, casi estornudos, pitidos y toques rítmicos y quedos. Ella se esconde, pero su voz delata la presencia de una gallineta común rebuscando entre las cañas de la orilla. Al mismo tiempo un hocico y dos ojos brillantes se asoman fugazmente sobre un talud, y a la aparición le sigue un chapoteo y las ondas que se disuelven en la corriente de agua. Apenas ha habido tiempo para identificar la presencia de un visón americano.
Quienes prefieren huir antes que esconderse son varias decenas de ánades azulones que sesteaban confiadamente en los remansos del río. Detrás de cada curva, en cada meandro, arrancan con estrépito, graznan, parpan, sobrevuelan las copas de los chopos envueltos en los siseos que produce su tenso aleteo y se alejan aguas abajo. Ha habido suerte, ya que no había cazadores por la orilla. De lo contrario, un paseo inocente podría haber acabado de mala manera, para los patos sobre todo, pero también para el paseante.
Empieza a caer la oscuridad y el camino prosigue por un rodal de pinos piñoneros, un auténtico bosque isla, que desde hace muchos años sirve de soporte a una colonia de cigüeñas blancas y otra de garzas reales. Para las garzas aún es pronto; tan sólo algunas dejan escapar sus graznidos, ásperos y tan potentes que el cauce del río devuelve su eco.
Pero las cigüeñas son mucho más madrugadoras. Ya hay bastantes posadas en los nidos, esperando la llegada de sus parejas, que acuden en oleadas con las últimas luces. Por un momento el pinar se llena con el crotorar, la suma de los chasquidos de los picos de muchas aves que se saludan, a su manera, sobre las ramas de los nidos.
Y en el silencio del bosque se escucha ahora una llamada lúgubre, una nota larga que reverbera en el aire ya frío. Le responde un gañido más agudo: una pareja de búhos chicos empieza sus escarceos amorosos. La luz de la luna ilumina la negra silueta del macho, que sobrevuela en círculos las copas de los árboles mientras palmetea bajo el cuerpo con las puntas de las alas -un palmetazo por cada tres batidos, según pudo averiguar, quién sabe cómo, un ornitólogo-.
Muy lejos, desde el fondo de la noche, ladra un zorro, también en celo. En pleno invierno, en plena noche del año, hay indicios de que las cosas empiezan a cambiar.
Río Moros, alrededores del caserío de Ayas, 28 de enero de 2010.
Del diario El Mundo, en su edición digital.
2 comentarios:
Hoy, más que nunca, gracias por haberme transportado a un paraíso, Albertito. Necesitaba esta tranquilidad para curar las heridas producidas por una ciudad demasiado ruidosa!! Además, me ha gustado mucho el estilo, parece casi una pintura.
Besósculos agradeciósculos!
Que precioso paisaje..., nada verlo, te transporta a la calma, a la paz.
Es muy buena foto.
Isabel Gómez
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