martes, 23 de septiembre de 2008

Odisea africana de un misionero español

Que se escriban torcidos los renglones de la Historia es algo innato a la naturaleza humana. Pero lo que sin duda es inexplicable es que en el libro de la Historia falte una página. La que escribió en letras de oro Pedro Páez Jaramillo, un misionero jesuita español que fue el primer europeo en alcanzar las fuentes del Nilo Azul en 1618. Pedro Páez ha sido, es, un perfecto desconocido. No se ha levantado un solo monumento en su memoria, ni ha sido objeto de estudio, ni se le ha brindado el reconocimiento que su obra merece.
Sus restos yacen en una tumba deteriorada, en las monumentales ruinas de la capilla principal de la antigua iglesia de Górgora -abandonada-, en el lago etíope de Tana, donde nace el Nilo Azul.Ni siquiera los historiadores, a excepción de un puñado con pasaporte extranjero, han mostrado la más mínima dedicación a él. Tan olvidado anda, que la Historia oficial, tan anglosajona ella, concede al escocés James Bruce el logro de haber sido el primero en pisar el nacimiento del Nilo Azul, pese a que llegó al mismo lugar que Páez; eso sí, 152 años más tarde.
Con todo, en el 400 aniversario de su primer viaje a Etiopía, su figura histórica comienza a reivindicarse. Además de algunos trabajos específicos de jesuitas que estuvieron en aquella misión después de Páez, u otros más contemporáneos como el de Camillo Beccari, la mayoría de referencias a la vida del jesuita madrileño se encuentran en libros sobre la Historia etíope.
En los últimos 40 años, autores como Alan Moorehead, Philip Caraman, George Bishop, Juan González Núñez y Javier Reverte han descrito en sus libros la vida y milagros de Páez en obras que han requerido un evidente esfuerzo documental, ya que las referencias a su vida y a sus fuentes directas -libros y cartas- son escasas y están dispersas. Según explica Reverte en su libro Dios, el diablo y la aventura, no hay enciclopedia española que cite al explorador jesuita, con la excepción de una breve referencia en una antigua edición del Diccionario Enciclopédico Hispano-americano.
Pedro Páez nació en 1564, en el seno de una familia noble, en Olmeda de las Cebollas (hoy Olmeda de las Fuentes), un pueblo situado a 40 kilómetros de Madrid que cuenta actualmente con 208 habitantes, ninguno de ellos con los apellidos del jesuita.Un lugar muy próximo a la entonces recién bautizada capital española, por tanto, desde donde se movían los hilos de un imperio en plena expansión. Estudió en la universidad de Coímbra en los años en los que las coronas española y portuguesa estaban unidas bajo Felipe II y, ya con 18 años, ingresó en la Compañía de Jesús que había fundado Ignacio de Loyola en 1534.
Los intereses estratégicos de un imperio que requería un ejército de misioneros que atrajera a Etiopía como aliado español en el cerco al imperio otomano, y la determinación y sed de aventuras del espíritu jesuita de la época, son las dos claves que justifican que Páez iniciase su periplo misionero por Africa y Oriente.Revelando un perfil ideal para su cometido -espiritualidad, valor e intelectualidad-, salió de España en 1588 y ya jamás regresó.
Viajó primero a Goa (La India), donde permaneció un año y, acompañado del padre Antonio de Montserrat, tomó rumbo a Etiopía. Ambos fueron capturados por los árabes, que los vendieron como esclavos a los turcos, y durante ese cautiverio debieron cruzar a pie el desierto de Hadramaut -al sur del actual Yemen, del que apenas habría datos hasta 1843- y parte del desierto de Rub'al Khali -en la península Arábiga-, siendo los dos primeros europeos en hacerlo.
En una carta de 1596 afirma que los turcos los tuvieron «con cadenas muy gruesas al cuello y en lugares debajo de la tierra muy oscuros y calientes».
Tras siete años, fueron rescatados y trasladados gravemente enfermos de regreso a Goa, donde Montserrat murió. En 1603, tras recuperarse, Paéz volvió a entrar en Etiopía; allí exhibió todas las virtudes de un hombre adelantado a su tiempo: a su impecable formación como arquitecto y políglota añadió una capacidad inusitada para el estudio de la lengua y cultura etíopes, enormes dotes para la tarea pastoral, un fino sentido de la diplomacia y una simpatía definitiva. Ello le permitió ganarse el favor de los emperadores etíopes Za Dengel y Susinios Segued III, a los que convirtió a la fe católica, trazando lo que debía ser el principio de sendas alianzas con Roma y España.
En uno de los viajes con Segued III alcanzó, en 1618, las fuentes del Nilo Azul, enigma geográfico que había perdurado durante cientos de años y hoy, lugar sagrado. Durante siglos fue el reto más importante de exploradores de grandes imperios, como río legendario a cuya vera creció la civilización faraónica.
No fue, con todo, simple curiosidad por el origen del río más largo del mundo: quien tuviera el control de la fuente ejercería un dominio sobre las regiones favorecidas por sus aguas.
Expediciones de egipcios, romanos y griegos no accedieron jamás más al sur de la unión del Nilo Azul y el Blanco. El sabio Ptolomeo dibujó con suma precisión en el año 150 un mapa de sus 6.700 kilómetros. Muchas sociedades geográficas posteriores a Páez pretendieron identificar el origen y trazar su recorrido, a sabiendas de que estaban ante un río con doble nacimiento, en dos fuentes distintas y lejanas, que sólo se unían en un cauce único a partir de Jartum.Sin embargo, fracasaron siempre: se toparon con las dificultades naturales de un río plagado de cataratas y cañones imposibles de franquear en la época.Sólo pudo recorrerse en su totalidad hace ahora algo más de una década. La fuente del Nilo Blanco, a su vez, no fue hasta 1862 que John Hannig Speke diera con ella en el corazón de Uganda.
En los cuatro años siguientes al descubrimiento, el padre Páez levantó, a petición del emperador etíope, un palacio en piedra de dos plantas a orillas del lago Tana, revelando sus extraordinarias dotes también como arquitecto, albañil, carpintero y herrero.Con todo, vivió humildemente y tuvo tiempo antes de morir de escribir Historia de Etiopía, un manuscrito en portugués de enorme valor científico e histórico, que no se encontró hasta 300 años más tarde, ni se tradujo nunca al castellano, ni se editó hasta 1945.
Era el principio de un largo olvido, del anonimato de un personaje de cualidades excepcionales que ni siquiera la Compañía de Jesús, a la que sirvió, alcanzó a irradiar. Fue enterrado el 25 de mayo de 1622 en la iglesia de Górgora, que él mismo había construido.Y olvidado...
Además de ser el primer europeo en llegar al nacimiento del Nilo Azul y en cruzar el desierto de Hadramaut, fue el primero en probar el moka, lo que hoy conocemos como café, y en escribir sobre él. Como arquitecto, levantó un palacio e iglesia en Górgora.
La principal obra de Páez es su Historia de Etiopía, redactada en portugués y finalizada en 1622, año de su muerte. La obra, de incalculable valor científico e histórico aún en nuestros días, sólo se ha publicado en una edición original de 1945.

Libros:
Dios, el diablo y la aventura, de Javier Reverte, sigue las huellas de Páez en un dibujo formidable del personaje, de la España de los Austrias y de las misiones de la Compañía de Jesús.
Etiopía: hombres, lugares y mitos, de Juan González Núñez, es también lectura obligada.
Juan Pablo Cardenal
Diario El Mundo.

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