domingo, 13 de julio de 2014

El hallazgo de Rosina Méndez



Buenas noches, feliz semana.
Que estés bien.
Nuevo cuento.
Un cálido abrazo de luz.

El hallazgo de Rosina Méndez

De Rosina Méndez se dice que padece el Síndrome de Diógenes. Recoge cuanto se encuentra por la calle y siempre va a la busca de objetos mil, le resulten o no de utilidad. Su casa es un batiburrillo de cosas que va arrinconando por doquier. Su sobrina Alicia trata de frenar ese afán acumulativo, sobre todo en aras a evitarle infecciones por las bacterias que generan los alimentos en descomposición, que compra la buena mujer y que nunca consume,  o los productos que va amontonando, podridos de tan viejos e inservibles.
Siempre se habla de que algún día deberán acudir las autoridades sanitarias a inspeccionar esa vivienda y los vecinos murmuran que alguna rata se ha llegado a ver corretear en las inmediaciones de la puerta del 5º B. Nunca se ha producido semejante inspección. Al fin y al cabo, el barrio es un barrio marginal, ubicado en el extrarradio, dejado de la mano de Dios, casas desconchadas, sin ascensor y llenas de humedades. La gente que las ocupan son ancianos o familias de muy baja extracción social, así que tampoco pasa nada porque haya más o menos ratas, porque huela mejor o peor, o porque haya suciedad. No es más que lo habitual, dicen, los que no lo conocen.
En una de esas incursiones de Rosina, entre los cubos de basura y demás almacenes varios, se encontró un objeto que, a ella, le pareció de lo más valioso. Le serviría, pensó, para atar cajas o para tirar del carretón donde transportaba sus tesoros o para sujetar los vaseros de la cocina. ¡Era una soga! Una cuerda recia, algo despeluchada a tramos, pero fuerte y gruesa.
 No lo dudó. Se lanzó como si de un halcón se tratara sobre su presa.
La aferró con sus dedos sarmentosos de mujer artrítica y cuando lo hizo, algo extraño sucedió.
Sus manos se cubrieron de un líquido parduzco y viscoso. ¡Era sangre!
  Se extrañó, pero hizo caso omiso de ello. Se las frotó en su vieja saya, raída y descolorida, y echó la soga a su bolso. Siguió su camino sin más. Siguió rapiñando hasta que se hizo la hora de comer. Su sobrina la aguardaba cada día para ello. No quería dejarla sola, conociendo su estado.
Llegó a casa y cuando vació la bolsa... ¡también estaba empapada en sangre!
¿Qué podían hacer? El caso era raro. La soga, en sí misma, no era otra cosa que un conjunto de fibras y nudos. ¿Por qué, entonces, había tanta sangre en la bolsa? ¿Y en las manos? A Alicia, la pobre Alicia, también le sucedió lo mismo que a su tía al cogerla. Lo mejor sería quemarla cuanto antes. La echarían al hornillo y que desapareciera de una vez por todas.
Quiso prenderla con el encendedor de gas pero nada, no había manera. ¡Era inmune al fuego!
-¿Qué es esto?? ¿De dónde lo has sacado, tía?
-No sé, niña. Yo qué voy a saber. Con lo buena y fuerte que me pareció...
-Llévala a la policía no vaya a ser que nos metamos en algún lío. O tírala cuanto antes.
-Llévala tú, hija. Que tú sabes manejarte. Yo soy tan tonta...
-Anda, vamos a comer y luego ya veré qué hago con ella. Maldita sea, tía, ¿cuándo vas a dejar de recoger toda la mierda que los demás tiran?
-Ay, hija. Es que una ha pasao tanta hambre y tanta miseria que nada me va mal.
Y sí, después de recoger los cacharros de la comida, Alicia, madre soltera de dos niños y funcionaria de Hacienda, se dirige a la comisaría de policía. Y cuando lo haga pedirá ver al agente Juárez, al cual conoció meses atrás cuando investigaba el delito fiscal de una famosa cantante de copla y le requirió el examen de cierto expediente fiscal.
-Cuénteme, Alicia, qué le trae hasta este humilde centro.
-Es que mi tía se encontró esta cuerda y resulta que cuando la tocamos, las manos se nos manchan de sangre. Mire, la propia bolsa en la que la traigo cómo está.
Efectivamente, nuevamente la cuerda ha expulsado sangre de sus entrañas. ¿De dónde puede salir tanta?
El detective la toma con sus manos enguantadas. Es curioso: a él no le pasa lo que a las infelices mujeres. ¿Será por aquello de que se protege con guantes?
La examina, se la acerca a los ojos y, del cajón, extrae una lupa con la que observarla.
-Vaya vaya. Creo que ya sé qué es esto.
-Dígame, no me deje en ascuas.
-Tiene toda la pinta de ser el instrumento con que el Aníbal Lecter de Horcasitas despedazaba a sus víctimas. Pobres niñas las que se cruzaron en su despiadado camino. Mató a tantas y a tantas arrastró, una vez descuartizadas, a los vertederos que siempre se dijo que el día que encontráramos la cuerda con la que lo hacía, la hallaríamos empapada de sangre. Es muy importante el que nos la haya traído. No sé si sabe que hay prometida una recompensa a quien aporte pruebas que puedan incriminar a este sádico al que no hemos podido terminar de condenar por falta de indicios inculpatorios. Siempre se burla de nosotros y siempre se jactó de que nada podríamos contra él hasta que no hallásemos el medio de sus “operaciones”.
-Y tendremos que ir de testigos y cosas de ésas? Mire que mi tía no está muy bien...
-Me temo que sí. No se preocupen que estarán ocultas tras un cristal opaco para él.
Efectivamente, no pasarán demasiados meses cuando, en medio de la máxima espectación, se celebre la vista a la que tía y sobrina han sido convocadas. Están muy nerviosas, más Alicia que rosalina. Al fin y al cabo, ésta caulcula lo que va a sacar de todo el asunto.
Cuando les toca turno y le entregan el hallazgo de Rosalina a su presunto dueño, éste sonreirá con colmillos de lobo y mirada febril. Coge la soga con sus garras mortales y...
La esparce violentamente por la sala como si de un guisopo de extremaunción se tratase. En medio de horribles carcajadas asperja… ¡la sangre inocente de sus víctimas!
-¡Todos vosotros lo habéis querido. Sois culpables y yo os señalo con la sangre de las inocentes… jajajajajaj.
Y mientras así hace el demoniaco asesino, dos mujeres se estremecen profundamente. La anciana se ha desmayado aterrorizada y la más joven trata de reanimarla aunque sabe que ya nada será igual en sus vidas después de haber contemplado semejante bautismo, oficiado por alguien que jadea y grita, enloquecido. La sala que ellas ven desde su rincón protegido se ha teñido de púrpura en medio de atronadores gritos, carcajadas, lamentos y, lo peor de todo, una especie de desesperadas llamadas de tono infantil.




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