-¡Estoy harta de esos trastos! Al que los inventó se los podía haberllevado el demonio.
-Hija, no seas así. Los móviles son muy útiles, lo que ocurre es que pasa como con todo: hay que utilizarlos con cabeza.
-Será lo que tú digas, pero me pone enferma que tengas que escucharte toda una sarta de melodías varias y demás extravagancias cuando una va tranquilamente por la calle o en el bus. Y encima es que hay cada hortera,que ya ya.
-Bueno pero eso puedes convertirlo también en un pasatiempo. Puedes apostar a cuántos sonidos distintos vas a escuchar o cerrar los ojos e imaginar cómo será el dueño del móvil que suena de una forma u otra.
-Quizá. Pero ¿a quién le importa que el vecino de asiento se entere de que llega ya y que deben poner las lentejas a calentar o escuchar esos tórridos “te quiero, cari” que, oh maldita envidia, no van dirigidos a ti?
Rosa y Antonio están tomando un café en una terraza, ubicada en una coqueta plazuela porticada peatonal de aquella ciudad. Los magnolios y plátanos dejan su perfume en el entorno y una orquestina, desde el quiosco central lanza sus acordes al aire de un atardecer de primavera.
Después de un tiempo que no se veían, han querido darse un respiro y retomarr viejas tertulias.
Antonio, de cuarenta y un años luce como siempre su indumentaria clásica, alguien le ha dicho que si quiere encontrar pareja deberá rejuvenecerse. Pero a él no le importa, se siente a gusto así. Empieza a mostrar esa frente despejada de quien ha perdido buena parte de su otrora tupida mata de pelo. Siempre ha sido muy educado, interesado por la cultura y todo un intelectual, vamos un empollón de los de toda la vida.
Rosa es algo más joven. Su media melena castaña, su mirada límpida, su sonrisa cálida y sus manos en continuo movimiento dejan ver a una mujer decidida a no dejarse perder las oportunidades con las que pueda encontrarse.
Se habían conocido en un curso de una universidad de verano sobre cómo los literatos recogen el arte en sus novelas. Coincidían en el comedor a la hora del desayuno y luego se buscaban para sentarse juntos.
El curso terminó, se dieron sus respectivas direcciones y cada uno partió al encuentro con su cotidianeidad.
Rosa pensó que, bueno, sería uno de tantos, de esos casos en que haces el propósito de mantener una relación que se ha originado en un momento circunstancial, pero precisamente por ello, queda en eso, en una buena intención que el tiempo y la distancia se encargan de disolver.
Pero no, Antonio le fue escribiendo, le mandó postales de su mundo, le contó cosas y… Los años fueron pasando, la correspondencia se mantuvo. Era una relación de las que no se llevan. Se había alimentado a base de un género trasnochado en una sociedad guiada por la inmediatez, las prisas y el usar y tirar. Sin embargo, ellos se vieron en un par de ocasiones, pero se sabían cercanos pese a todo.
Se habían apoyado, se contaban confidencias y secretos que a la gente que tenían al lado no se atrevían a expresar y se habían alegrado con sus respectivos éxitos laborales y académicos o se entristecieron con los pesares que les acosaron. Una amistad de las buenas era lo que había crecido entre ellos.
El enfado de Rosa contra los teléfonos había explotado porque se lamentaba de que en un ambiente como en el que estaban, ni siquiera pudiese disfrutar de la compañía de aquel hombre que se había mantenido fiel contra sus dudas, sus egoísmos y… Y el caso es que ahora se daba cuenta de que le había echado de menos más de lo que quería atreverse a confesar. Él estaba allí, había venido a visitarla, a hacerse presente.
Antonio se quedó callado un momento, mirándola, viendo el gesto bravo de una mujer sobre la que tantas veces se había preguntado porqué no. No quiso dejarse vencer y con una media sonrisa le dijo:
-¿Y haora qué hago yo? Te había traído como regalo una sorpresa, aparte claro de los libros que te di antes: un teléfono móvil. Se ve que no he tenido buen ojo.
Rosa soltó una risa involuntaria, pero chispeante. Sonó como la espuma del mar al chocar contra las rocas de un acantilado.
-Ja ja ja. Qué ocurrencias. Siempre te he dicho que mi teléfono es de los desiempre, de baquelita negra con su disco para marcar los números. Y ahora vas tú y me traes uno de esos artilugios diabólicos, y precisamente me lo dices ahora. Si señor, eso es tener sentido de la oportunidad.
-Bueno, pues ¿qué hacemos? Aquí lo tienes. Es pequeño, ligero, sencillo y te he puesto como salvapantallas una foto mía. No sé, haz lo que quieras. Guárdalo, al menos y quién sabe.
Rosa piensa. Le toma la mano y como el que no puede resistirse, coge el paquete, lo abre, lo mira.
-¿Cómo funciona?
Ha hecho la pregunta en un tono a medias resignado, a medias involuntariamente ilusionado.
-Mira, es muy fácil. Basta con apretar aquí, esperar. Poner el día y mes en que nos conocimos y pulsar este botón. Espera y… unas campanitas dejarán paso a mi foto. ¿Ves?
-Sí, sí. No está mal. Viniendo de ti, lo guardaré y ya veremos.
-Espero que te guste y que cambies de opinión acerca de estos aparatitos. Es que yo creo que ya iba siendo hora de que nos modernizáramos y estuviésemos más comunicados. Es que hay veces en que se te echa de menos y te llamaría sólo para decirte hola.
Rosa vuelve a sonreír y a tomarle la mano.
El tiempo pasa como en un soplo. Se aproxima el momento de las despedidas. El tren de Antonio parte a las veinte cuarenta y cinco horas de la estación.
-Oye, tenemos que repetir estas visitas. Mi viaje ha sido muy bonito, pero sabe a poco.
-¿Estás pidiéndome algo más?
Rosa vuelve a mirarle con ojos que invitan.
Antonio guarda silencio, azorado. No se había planteado llegar más allá de la comodidad de una relación tan aparentemente amable, pero también en su mente se ha encendido una lucecita.
-Bueno, vamos. Te acompaño para que no te descuides y luego me digas que te has quedado tirado.
Llegan con el tiempo justo. La megafonía anuncia su tren con salida inmediata. Se despiden. Se dicen sin palabras más cosas de las que la razón les haría pronunciar y Antonio sube al tren.
Rosa se ha dirigido a su casa, ha dejado las cosas y al fin ha cedido a un impulso.
Toma el móvil y pulsa la tecla de llamada.
-Cariño. Te quiero. Gracias por regalarme este lazo que me ha enseñado a saber algo que ya conocía: que te necesito. ¿Y tú a mí?
Antonio apenas vacila:
-Yo también te necesito. Era algo que estaba ahí, pero que mi timidez no me dejaba decirte. Por eso te compré el móvil y te puse mi foto. Para que estuviese junto a ti, en tu bolso, rozándome con tus manos.
domingo, 3 de febrero de 2008
Un regalo mágico
Publicado por Alberto en 6:00 p. m.
Etiquetas: Relatos
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