domingo, 22 de mayo de 2011

Villa Cassatti

Por un domingo en paz y concordia.
Feliz semana y que estéis bien.

Quienes con tanto empeño cubrieron de manera tan elegante los muebles de la casa al abandonarla, el día que hubieron de marcharse, pasados los años, se vieron en la obligación de regresar.
Habían creído que su morada de niños se conservaría como la dejaron, con sus tesoros, sus recuerdos y su nostalgia y, no obstante, no había sido así.
Nadie se había querido hacer cargo de ella, cuidarla, mantenerla y respetarla. Los dueños se fueron a mejores puertos y el personal de servicio tuvo que buscar, bien a su pesar, otros acomodos _ninguno como el de aquélla_. A nadie le interesó comprarla o alquilarla.
Era una edificación de la que siempre se dijo que tenía vida propia y ahora se la encontraban muerta.
¿Qué solución podían darle?
Habían hablado entre ellos, se habían creído en la obligación de actuar. ¿Qué hacer?
Si ya no había remedio posible para resucitarla pensaron que deberían prepararle el más glorioso de los obituarios.
Escribirían su historia, el relato de cómo aquellas paredes y recovecos fueron cómplices de sus descubrimientos, cofres de mundos mágicos con su pozo en medio del jardín, su castaño, sus jazmines y rosales, su azotea a la que se accedía por la chirriante escalera de madera y su biblioteca; y refugio en sus días de duda o miedos.
Todo lo anotaron, todo lo dispusieron con esmero y minucioso cuidado.
Sí, sintieron asco de sí mismos y de su decisión, pero ya no había marcha atrás. La regaron y empaparon, la contemplaron por última vez. Y, tomados de las manos, Ana (la hija del mayordomo y la cocinera; y Juan, el otrora benjamín de la familia, le desvelaron su secreto: su amor.
y lanzaron la antorcha que la devoraría, ansiosa, después de haber lamido con el fragor de su fuego cada uno de los rincones de aquella casa, Villa Cassatti.
Ana y Juan, hipnotizados, retrocedían con lágrimas en los ojos, pero sabiéndose intensamente fortalecidos por los lazos del corazón.
Las llamas hicieron su tarea y cumplieron con lo esperado. Los rescoldos borraban, inmisericordes, la decrepitud. Pero su amor y el libro escrito, la vivificaban para otorgarle la inmortalidad de la memoria y el respeto. Ya no importaría la pátina del polvo que equivalía al olvido o al abandono. Nadie podría ya menospreciarla porque para eso estaban ellos: para conservarla sobre los cimientos de su pasión, una pasión que era, ellos bien lo sabían, inmortal.
No había duda, el tiempo cabalgaría veloz y, un día, una niña de 15 años leería en un polvoriento volumen el cuento de una mansión que desapareció pero, de la que ella, se sentiría heredera, legítima propietaria. Aunque en su solar hubiese, entonces, construido un bloque de hormigón y cristal frío, sin personalidad.

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