Quiero dedicaros el cuento de hoy a todos cuantos me ayudáis y hacéis que no me sienta solo.
Feliz domingo y mejor semana.
Él, por fin, desde hacía unos días, había recuperado la ilusión de la manera más inesperada.
Él que siempre dejaba transcurrir unos minutos a la hora de la salida de su trabajo para evitar la aglomeración en la puerta y rehuir las prisas de sus compañeros que apenas si se detenían para decir “hasta mañana” o “que tengáis buena tarde”. Total, a él nadie le aguardaba en casa, nadie le esperaba con la mesa preparada para comer acompañado. ¿Qué necesidad tenía de apresurarse?
A él que tanto pavor le produjo, al principio, el Metro, esos trenes misteriosos que circulaban en la oscuridad, que era vencido por la sensación de caer en el vacío de las vías, que tuvo que luchar para dominar el fantasma del miedo a perderse en los laberintos de sus pasillos. Pero que, como en tantas otras pruebas, lo logró.
Él que tuvo que habituarse, con su ceguera y su bastón, a vivir en la gran ciudad, que se adaptó, superó los miedos y encontró el camino.
Ese mismo él, que ya se movía despreocupado entre obstáculos y tropiezos, que había visto cómo algo mejoraba, cómo los andenes de aquel temido Metro eran señalizados, que había aprendido, a base de memoria y práctica, a subir y bajar de los vagones con seguridad.
Él que ahora ya se había instalado en la rutina, sí; había recuperado la expectación ante la promesa de un fugaz, pero tentador encuentro.
La semana anterior, alguien, una mas de las personas que se cruzaban en su deambular cotidiano le había ofrecido su ayuda para subir al primer vagón. Eran las tres y cinco. Aceptó el ofrecimiento, claro. Tenía una voz tan bonita y la percibía como tan simpática que no quiso resistirse, al contrario.
-Muchas gracias, guapa.
Qué curioso, al día siguiente, y al siguiente volvieron a encontrarse y ella volvía a tomar su brazo y ayudarle.
-Soy la de cada día.
-Lo sé. Y bien que me alegro. Por muchas veces. Que tengas buena tarde.
Éstas eran las pocas, pero corteses, palabras que mantenían. Él sabía que la misteriosa samaritana se bajaba dos estaciones después, mientras que su ruta continuaba más allá.
Lo que había comenzado como una ayuda más, ahora para él se había convertido en una intriga. Nada sabía de ella, ni qué físico tendría, ni cómo se llamaría, ni de dónde vendría o adónde iría. Preguntas, preguntas que se fijaban en su mente, que, por qué no, podría ser el germen de una historia. Él, bien lo tenía comprobado: la realidad casi siempre superaba a la más alocada de las ficciones.
¿Y si por una vez, aquélla le dijese: “me agradaría seguir contigo, ¿te importa? Es que me pareces tan valiente.”? ¿Y si…? Se contarían sus mundos y quizá, quizá; comiesen juntos o quedasen para tomar un té o para pasear o para visitar la feria del libro que entonces, como todos los años, se estaba desarrollando. Porque sí, los libros también serían pasión para ella.
Otra semana más era viernes. Ahora él también tenía un motivo para no demorarse. Pensaba en que le desearía feliz finde, que disfrutara de él. Más… ¡ella no estaba allí! Como tampoco lo estuvo al lunes siguiente ni al martes ni al miércoles. ¿Cómo podía ser? ¿Qué hacer? ¿Estaría enferma? ¿Le habrían cambiado el turno de trabajo?
Se dijo: “era demasiado bonito”.
Tendría que seguir tirando para adelante. Como siempre, qué remedio. Le habían dicho de quedar para el sábado. Puso una excusa. No le apetecía salir. ¿Para qué? ¿Para hacer lo mismo de siempre? Se daría una vuelta y se tomaría algo sin más.
-Vaya, ¿qué hace usted por aquí? Soy la del Metro.
-¡Anda! Pues dar un paseo. Y tú, ¿dónde vas? Dime de tú, que no soy tan viejo.
-Bueno, bueno. Es que voy a la feria del libro a dar una vuelta. ¿Te apetece venir? Aunque a ti, a lo mejor, los libros… como no los ves.
-Qué va. Si me encantan. Y más si tú me llevas. Pero, oye, ¿qué te ha pasado esta semana? Vaya, si no te molesta que te lo pregunte. Es que te he echado de menos a la hora de subir al vagón.
-jejejej. Muchas gracias. Mi jefa me mandó a otra oficina que tiene la empresa. ¿Te cojo del brazo o me coges tú a mí?
-Mejor te cojo yo a ti. Por cierto, me llamo… ¿y tú?
-Ah, Maite. Jajajaja.
-¿Me dejarás que te regale un libro?
-¿Me dejarás que te invite a un helado después?
-¿Me contarás cómo eres?
-¿Me dirás cómo te las apañas?
-Te diré.
-Te contaré.
Maite y él se adentran en el paseo, poblado de casetas. Se dejan envolver por el ambiente. Ella le describe lo que ve. Él añade ironía a lo que ella le narra.
La tarde acaba. Se dan dos besos, se intercambian contactos, se despiden hasta… la próxima ocasión en que vuelvan a encontrarse para subir al Metro. Pero ahora ya no será la misteriosa samaritana, será Maite, una buena amiga y quien sabe si… en el futuro algo más.
domingo, 29 de mayo de 2011
La misteriosa samaritana
Publicado por Alberto en 5:46 p. m.
Etiquetas: Relatos
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4 comentarios:
Esperanzador cuento, tan real como solo la vida puede llegar a mostrarse.
Un abrazo, Alberto!
!Muy bonito Alberto!, y siento, que esta historia habrá pasado más de una y más de dos y más de cuatro veces... que sí, que la realidad efectivamente supera a la ficción.
No sé si se me publicará este comentario... porque no sé que pasa pero yo en mi blog no puedo publicar comentarios, no me deja el blogger: no me reconoce el perfil y no puedo, cuando escribo el comentario y le doy a publicar me manda a la cuenta de google y cuando pongo los datos y clico y otra vez le doy a publicar comentario, me vuelve a mandar otra vez a la cuenta de google y así sucesivamente hasta la saciedad... !enfín, cruzaré los dedos pa que se publique este!
Mil besitos gordotes
!Anda!, pues si que me ha aceptado el comentario... A ver Alberto, ¿que has hecho tú para que el blogger te deje publicar comentarios?, dímelo porfa, una ayudita, que yo no puedo...
Otros mil besitos gordotes
Te diré y te contaré que me ha gustado mucho, Albertito. ¿Y esos andenes? ¿Eh? ¿Eh? ¿Sabías que son peligrosos?
Besósculos misteriosósculos, mua!
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