domingo, 1 de febrero de 2015

Lamento negro



Buenas noches:
Después de haber asistido a un concierto entre amigos que ha sido fantástico y haber escuchado cantar a Sara, con su voz prodigiosa, su lamento negro, me ha inspirado este nuevo cuento.
Un abrazo y feliz semana.

Lamento negro

Qué me importa a mí. ¿Un bledo? ¿Un comino? ¿Una higa? Ja. Qué me importa a mí que me tachen de racista por no querer llevarme a esos negros. Yo, la Muerte, ja. A mí… puafff. Yo soy la Muerte, la dueña de todos y de todo. Poderosa señora invencible.
Nadie se explica qué puede estar sucediendo en Fauburg Tremé, el barrio negro más negro y mas pobre de Nueva Orleans. Un barrio de tugurios y basura, de violencia y decrepitud. Un lugar que no es un lugar, en el que la vida nunca valió nada. Sí, muy bien. Todo eso es lo que siempre fue, pero de unos días acá los cuerpos de cadáveres no se descomponen, es como si la Muerte no los quisiera para sí.
La música negra, las noches negras, la delincuencia negra. Todo opaco, impenetrable, negro. Y ahora la Muerte también es negra. Los cadáveres se amontonan sin descomponerse y sin que nadie quiera o pueda reconocerlos.
Las ratas deberían aprovechar todo ello y darse un opíparo festín, pero ni siquiera. Quien, sin otra cosa que hacer, se entretiene en mirar el panorama, descubre que no, que las ratas se asoman pero que vuelven, aprisa, a sus escondrijos.
Si la situación permanece habrá que hacer algo. Las autoridades de la ciudad se verán obligadas a actuar, presionadas por la prensa y las posibles pérdidas económicas y de credibilidad.
¿Qué hacer? ¿Cómo invocar a la Muerte?
Buscarán a doce niñas negras, las más negras y las más niñas para que dancen desnudas en la noche negra. Llamarán a la Muerte con los gritos lejanos de la brujería y la magia más negra, la que siempre se practicó en lo más profundo de las selvas africanas y que, en secreto, trajeron en los barcos de esclavos los desgraciados negros que fueron arrancados de sus aldeas y valles profundos.
La Muerte no podrá desoír los llamados de las niñas, sus chillidos, su pureza, su energía primitiva.
¿Qué? ¿Qué se oye? ¿No me dejarán que me dedique a lo mío? ¡Humanos! ¡Qué insensatos! Cuando actúo no quieren que actúe y se lamentan como plañideras y ahora que les di la espalda me aclaman y llaman con mayores lamentos.
Allá se queden con sus negros y su río y su basura y su maldad. Yo trabajaré en mejores ambientes. Ya me cansé de tanta miseria. Me voy allá donde haya solecito y luz y blancura en los pueblos y en los cuerpos.
Ya las doce niñas se cansan, ya apenas si les queda voz, ya el nuevo día alborea por el horizonte. Parece que de nada habrá servido su esfuerzo. Están muertas de cansancio y de miedo. Sus mayores las castigarán por no haber cumplido su misión.
La Muerte ya se va. ¿Ya se va?
Con sus descarnados ojos ve algo. Ve unos ojitos blancos en una niñita negra. Son tan dulces y tan puros. Tan blancos… No puede evitarlo. Se los lleva. Se la lleva. Se llevará a todos. Si quiere poseer esos ojitos blancos, no puede dejar atrás al resto. Al fin la Muerte claudicará.
¿Y la niñita de ojitos blancos? ¿No debería haber vivido? ¿No debería poder crecer para cantar esa música negra de lamento y quejido?
Qué me importa a mí. ¿Un bledo? ¿Un comino? ¿Una higa? Soy la Muerte y hago lo que se me antoja. Además…
No, no podía consentir que esos ojitos blancos vieran tanto mal y tanta basura, tanto odio y tanto dolor. No, no; esa niñita de ojitos blancos no podía ver la maldad de los mayores. La llevaré conmigo al lugar que merecen contemplar sus ojitos blancos.
Ya no quedan muertos en Fauburg Tremé. No, no quedan muertos. Qué bien. ¿Qué bien? ¿Y Clarence? Nadie, ni sus padres, ni los vecinos ni las autoridades han vuelto a verla desde que fuera partícipe del lamento negro que llamó a la Muerte.
    


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