domingo, 1 de junio de 2014

Diálogo de dos huéspedes siniestros



Buena noche de domingo:
Venga, aquí el nuevo cuento semanal.
Bonito diálogo, jejejej. Qué historias se le ocurren al Albertito. ¿Será el calor y las faldas cortas? ¿Será la noche?
Un abrazo y que disfrutes de la semana.

Diálogo de dos huéspedes siniestros

-¿Usted también está aquí? Bien está que no sea sólo yo el arrinconado en esta sucia cochera.
El que así habla lo hace con voz rasposa, bronca y oscura. Rasposa como el óxido, bronca como el dolor, oscura como la noche negra. Se trata de un garrote vil. Bueno, a él eso de vil nunca le gustó, pero nada pudo hacer por mejorar su apelativo. A quien se ha dirigido es nada menos que a alguien con nombre femenino: la horca.
-Sí, aquí estoy como vos. Arrinconados y despreciados. Y bien que usaron, y abusaron de vos y de mí cuando les interesó a los soberbios humanos. ¡Malditos sean! Siempre persuadidos de su omnipotencia y su verdad. Nos han sustituido por artilugios más nuevos, queriendo justificar lo injustificable: una inyección letal, una silla eléctrica, un disparo certero al que llaman tiro de gracia. Ja, qué hipócritas.
-No se sulfure, su señoría. Cumplimos con nuestro papel y bien que lo hicimos. Ni la guillotina ni el hacha fueron capaces de igualarnos en eficacia. Aún recuerdo cuando me pusieron entre mis brazos al señor Luis Candelas. Digno y altivo. No se resistió.
-Si por eso es, también yo recuerdo al gran Miguel de Sádaba y a tantos otros a los que su cuello besé. Pero qué hago contestándole a usted, si me quitó el trabajo y la honra.
-No fue culpa mía. Aquel rey felón, el llamado Deseado Fernando, el séptimo, me dio la venia el 24 de abril de 1832. Aunque antes ya fui actor principal de la comedia humana, alcanzando la cumbre con el finado inca del Perú, Atahualpa.
-Orgulloso se muestra. No debiera tal hacer, que yo mentado fui en la insigne obra cervantina de aquel Quijote y su escudero.
-No nos conduce a nada la pelea estéril. Unámonos para reivindicar nuestra memoria ante la reina y señora de sus oficiantes, por antiguos que seamos y pasados de moda que estemos.
-No nos escuchará. Siempre anda entretenida recogiendo cadáveres como gavillas. Viajando a toda hora entre ciudades, mares y campos. ¿Cómo lo hará para no mancharse nunca las manos con tanta sangre?
-Es muy presumida su majestad la muerte. Se protege con sudarios y mortajas.
-Cada vez es más avara, nunca se sacia. Y qué cascarrabias se muestra ante quienes tan bien le servimos.
-Calle, calle. No vaya a ser que nos oiga alguno de sus acólitos que son los peores.
-Buaj, bastardos y malnacidos lacayos, verdugos, matarifes, artífices de la química y la metralla. ¡Miserables y serviles! ¡Negras almas condenadas a vagar errantes entre llamas y lamentos!
-Pero qué carácter se gasta. Se ve que la despeluchada soga que la viste, a mellado su genio.
-Qué mellar ni qué despeluchar. Será mejor su cachaza y blandura de poste podrido y tornillo inútil. ¡Cobarde, también usted! ¡Cobardes, todos! ¡Malditos!
-No habla de esa guisa cuando viene la Señora. Quién fue a hablar de cobardía, que no supo defender lo suyo cuando debió hacerlo.
-¿Qué es todo este barullo? ¿Qué sucede, mis muchachos?
Una voz fina de cuchillo y honda como una sepultura ha entreabierto la puerta del almacén y ha asomado una cabeza, cubierta de un pañuelo que oculta las facciones. ¿Será la Muerte? ¿Tan normal? ¿Tan anodina? ¿Puede ser que un ser así tenga todo el poder?
-Majestad… mi compañera doña Horca y yo queríamos solicitar audiencia a su señoría. Somos ancianos, sí, mas no merecemos el olvido. La servimos bien y cumplimos siempre con sus deseos. Sáquenos de aquí. Llévenos al cielo, donde se alza su palacio. Aquí hace mucho frío, hay exceso de humedad y los bichos no dejan de mordernos.
-Déjala. Que se vaya con los jóvenes. Ya vendrá a implorarnos ayuda. Se cree que la servirán mejor.
-Qué impertinencia, qué altivez. Se me ocurre castigar vuestro atrevimiento. Deberéis traerme a los fantasmas. ¡Y si no lo hacéis os destruiré convirtiéndoos en excrecencias polvorientas!
-Hercúlea proeza nos impone a estos dos viejos cansados que fueron creados para laborar entre humanos y no entre fantasmas. ¿Cómo habremos de hacer?
-Tanto me da a mí. Apáñenselas como puedan.
Y dando un portazo se marcha, arrojándoles una siniestra risa de sierra macabra.
-¿Qué haremos ahora? Si se hubiera mostrado más humilde…
-¡Un carajo me importa. Agárrese, si quiere, a mi cuerda y rodemos hasta lo más alto de antiguos castillos y casonas abandonadas. Allá nos encontraremos y les venceremos. ¡Menuda soy yo!
Los fantasmas, sabedores del enemigo que les va a plantar batalla, se burlan.
  Adónde van dos decrépitos ancianos. ¿Será verdad? ¿Les traicionará la confianza? ¿Gozarán de algún improvisado adalid?
Chirridos, aullidos, gritos, forcejeos, desplomes, destrucción, aniquilamiento…
-¿Cómo lo hicisteis?
-Bah, _con suficiencia la horca_ les enredamos y vapuleamos con astucia de veteranos aguerridos. ¡Nadie pudo resistírsenos! En verdad, nadie pudo resistírseme.
-Oiga, oiga, que yo también hice lo mío. Mi tornillo supo introducirse en sus concavidades para arrancarles el aliento.
-Que cuiden sus adláteres jovenzuelos. No descarte que tenga que rehabilitarnos.
-Eso no sucederá.
¿También iba a ser imposible que venciéramos a los fantasmas. ¿plaga inmunda de cobardes!
-Aquí sí que vamos a estar a gusto. Qué vitrinas tan bonitas, y qué limpias.
-Puaj, a mí me va más la suciedad de la cochera. Allí está una más cerca de la Vieja.
-Haga lo que guste. Yo me acostaré sobre la mullida felpa y descansaré para siempre, feliz.
-Pues yo siempre estaré dispuesta a aplastar los tiernos cuellecitos de todo aquél que se me ponga a nudo. Que no lo duden, seré rápida y diligente… ¡seré mortal! Jajajajajajajajaja.

     

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