lunes, 30 de junio de 2014

Desde Santurce a Bilbao... la magia de la literatura y la amistad



¿Quién no ha tarareado alguna vez esa conocida copla que habla de orillas y sardinitas y lo ricas que son. Este fin de semana yo he tenido ocasión, no de cantarla, si no de comérmelas, jejeje. Digo las sardinitas, no la copla. No vayas a pensar que soy un voraz “coplófago”.
Como en otras ocasiones el pretexto para semejante banquete, fue compartir una tarde de amistad y literatura en torno a Huellas de Luz. Mi niño primogénito que tantas satisfacciones me ha proporcionado y sigue haciéndolo.
Bilbao, con su Historia y su puente colgante, sus plazas y calles, su Ría y su casco viejo. Ciudad entrañable, acorde para pasear y disfrutar de la buena gastronomía.
Viernes por la tarde llegada a la estación de tren  Bilbao Abando. Me acompaña mi querido Miguel y me recibirán otros dos estupendos amigos, José Mari y Estíbaliz.
Las aventuras empiezan nada más llegar. Supuestamente nos trasladaríamos a Santurce en autobús, pero no encontramos la parada, así que hubimos de estrenar el Metro y a la llegada un taxi que nos acerque a la parte alta, el barrio de Cabieces, donde residen José Mari y Estíbaliz y donde me alojaré. Al día siguiente, podremos hacerlo directamente, pues se inaugura la ampliación del Metro con parada al lado de su casa. Inauguración con el lendakari y fiestas, incluida. Ahí es nada. Eso es tener buen ojo. Llegar y estrenar.
Una guapa bilbaína nos ayuda a salir del Metro en Santurce y nos espera a que cojamos un taxi. Eso sí que es entrar por la puerta grande. Manoli, se llama y es simpatiquísima. Le entrego una tarjeta mía por si... jejejej. Le apetece o pudiera asistir a la presentación de las Huellas.
Acaba la noche con cena casera, charla de reencuentro y música de verbena que se escucha desde la habitación. Esa “Chica de ayer” que creara Nacha Pop se cuela por la ventana y casi me dan ganas de asomarme a ella y abrazarla.
El sábado amanece tranquilo. Desayuno y confidencias acompañan al tiempo que discurre raudo. José Mari trabaja en su puesto de venta de cupones. Le vamos a visitar y damos un pequeño paseo hasta que acabe su jornada laboral y podamos dirigirnos a darnos el gustazo de comer en la Sidrería Arriaga en pleno casco viejo de Bilbao. Vamos en un autobús directo, cuyo conductor nos lleva con campechanía y presteza. Conoce a Estíbaliz, Esti, y nos va contando por dónde pasamos... Portugalete, Baracaldo, Cruces, San Ignacio...
Localizamos el asador y se nos dispensan unas atenciones fantásticas. El menú, rico rico, con chuletón y todo.
Nos espera la visita personalizada a la iglesia catedral de Santiago. Disfruto con las gráficas explicaciones de Chema y la recorremos, paseamos por su claustro y tocamos algún sepulcro, columnas y la Puerta del Angel.
Nos encaminamos, ya, en medio de la lluvia, a la librería San Pablo que ha querido acogerme con la misma calidez y trato cercano con el que me voy encontrando a lo largo del fin de semana, con el que ya me encontré allá por mayo de 2012 cuando hice mi última visita.
El braille sale a escena, el testimonio de fe y esperanza, la accesibilidad y el diseño para todos, la lectura y sus beneficios... No puedo resistirme a comprar un libro con leyendas e historias de la tierra.
Acabado el acto, toca refrescarse el gaznate. Pasamos por delante del clásico Café Iruña y nos dirigimos a los jardines de la Plaza Albia. Se está a gusto, se respiran aromas de lluvia y flores, relax y camaradería.
Hemos de volver a Santurce para retornar a esa orilla. Nos aguarda el Hogar del Pescador donde probaremos las sardinitas, pero también las almejas y el revuelto de rape, bien regado  con txacolí y mejor untado con un pan de pueblo que convierte la corteza en auténticos barcos, no sé si pesqueros, pero desde luego que sí muy bien provistos de sabrosas salsas. Y sí, sí, qué ricas son las sardinitas, bueno sardinazas, diría yo, mejor. El postre no puede faltar: una “goxua” a base de fina capa de bizcocho recubierta de natillas. Buenísimo todo.
Así acaba el sábado. El domingo Miguel y yo vamos a la aventura y descubrimos una especie de funicular que nos conduce a un parque y al puerto, sin pensar regresamos adonde cenamos la noche anterior. Seguimos paseando hasta llegar a un mirador al lado del mar, junto al monumento a las sardineras. Toco con la contera de mi bastón blanco el filo del paseo que lame el mar Cantábrico. Me emociona.
Es una mañana de domingo increíble. Brisa marina del Cantábrico, sonidos de gaviotas y olas. Olores a pescado, texturas de redes y boyas. Colores azul, azul cielo, azul mar, barcas pintadas.
El tiempo se nos echa encima. Quiero hacer alguna foto para compartirla con mi gente, hacerles partícipes de mi felicidad. Hemos dejado a Esti y José Mari ejerciendo de amos de casa.
Hemos de partir. Mi tren sale a las 17 h. Comeremos en la estación un supuesto menú de degustación, que en realidad es una comida por cada plato. Soberbia la ensalada de piña con langostinos, la milhojas de foie y setas, la merluza al horno, el solomillo y la tarta de crema con arándanos. Menos mal que tengo 5 horas para hacer la digestión de tan ricas viandas y tantas emociones.
Cómo no me va a gustar viajar. Estoy montado en el tren y la chica de Atendo que me ha ayudado a subir a él, vuelve con una bolsa de caramelos Santiaguitos. Carmentxu, una señora que asistió a la librería me los ha querido regalar para que me fuera con buen sabor de boca. Así acaba esta nueva incursión, que naciera tiempo atrás como un canto al sol por mi parte y que Estíbaliz y José Mari hicieron posible que se acabara convirtiendo en todo un recital de amistad, entrega y plenitud.
A los sonidos descritos, han de unirse los del txistu y la txalaparta, las campanas y la fiesta, el tono vasco en las voces, tan conocido, objeto de parodias y gracias, pero tan musical.
La accesibilidad nos sorprende con braille en el funicular, para bien, pero con los peldaños descubiertos en las escaleras del Metro, peligrosos a mi entender porque, de no andar con ojo, metes el bastón o el pie, incluso, y el tropezón no te lo quita nadie.
Aventuras, promesas de boda, amabilidad, experiencias y lecturas compartidas nutren un nuevo viaje sí, pero un viaje especial por quien lo organizó.
He recordado a mi madre, que de niña pasara vacaciones en casa de unos tíos, y mis anteriores visitas cuando se me ocurrió la ciegada de tocarle los capullos a Puppies, ese terrier gigante de flores que se encuentra a las puertas del guggenheim o cuando fui a impartir una ponencia a la Universidad de Deusto acerca del papel de las TIC en la inclusión educativa de las personas ciegas y cómo se emocionó  la camarera de un batxoki donde comíamos elena y yo al vernos con tan buen humor y tanta energía. Ella tenía una niña con retraso mental acusado. Mónica se llamaba, no he podido aún olvidar su nombre. Cómo me gustaría haberla vuelto a ver y saber cómo le iba.

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