Otro mes más, otro cuento más, otra estación. El tiempo fluye desgranando su cuenta. Que estéis bien.
Un abrazo y feliz semana.
Con cariño.
No, no estoy de acuerdo. El abuelo Joaquín no tuvo nunca rarezas, sólo que de siempre le gustó ir por delante de su tiempo y muchos nunca le entendisteis. Yo sí, yo le apoyé y por eso, él siempre me regaló, a más de tantas otras cosas, su simpatía y afectos.
Y hoy que, al fin le han reconocido sus muchos méritos, venís vosotros a pasarle la mano por el hombro, a hacerle la rosca. Que si “abuelo, cómo te admiramos”, que si “abuelo, qué orgullosos nos sentimos de ti” y bla, bla, bla.
Pues no, él es muy listo y no va a caer en vuestras adulaciones ni falsas hipocresías. Él vendrá y tan solo será a mí a la que se dirija, a la que envuelva con su mirada cálida. Y vosotros os quedaréis con las ganas, aguardando sus atenciones. No, no; pasará de vosotros, como vosotros pasasteis siempre de él y de sus proyectos. Ah, qué necios e insensatos fuisteis. Cómo os mofabais de él cuando le veíais enfrascado entre pinceles, pinturas y bocetos.
El abuelo no hacía caso, concentrado como estaba en fijar las imágenes que tan solo su mente comprendía, en atender su ansia de capturar la luz.
Vosotros decíais que eso que pintaba eran mamarrachadas sin sentido, trazos inconexos, borbotones de pintura desparramada por la tela.
Y yo, sin embargo, le respetaba, trataba de ver con la imaginación, porque era eso de lo que se trataba. De saber mirar con el alma limpia y ver paisajes de fantasía, y escenas de magia.
Nunca os ocupasteis de él, de inquirir lo que sentía, el dolor que le causaba saberse incomprendido. Y qué poco os hubiera costado hacerle feliz.
Yo sí lo hice y obtuve el premio de verle sonreír. Supe lo mucho que le gustaba paladear una copita de licor de frutos del bosque o degustar, para merendar, flan de manzana. Cada vez que se los preparaba, notaba que, para él, ese día era fiesta.
Y cuando regresó de su viaje por el norte de África sólo fue a mí a la que le trajo un regalo, unas babuchas de seda roja, qué bonitas eran. Vosotros os quejasteis de su mezquindad y olvidos, yo callé y, en silencio, supe que para mí sí habría algo, como así fue.
Vosotros tan sesudos, tan prácticos, tan defensores de lo útil, vosotros le despreciasteis, bueno, a mí también. ¿Y ahora pretendéis ser los primeros en ocupar la fila de bancos reservada? No, no lo conseguiréis, no os saldréis con la vuestra.
Hoy inauguran su museo en una céntrica plaza madrileña, quieren que sea un lugar emblemático, destacado. Y, sin embargo, el abuelo Joaquín nada quiere de todo esto, sólo desea que le dejen en paz, que respeten lo que fue su vida, que no lo conviertan en una atracción de feria. Claro, ahora todos pretenden demostrar su devoción hacia él, sus parabienes de seudo expertos en el arte de la pintura.
Que rabia me da tanta falsedad, tanto arrimaros ahora a su sombra, cuando nunca quisisteis hacerlo. Bah, bah ¡ya basta!
Isabel se levanta decidida. Lanza su última mirada, antes de salir, a las fotografías de aquellos a los que, con tanto desprecio y razón se ha dirigido. Son retratos de sus primos, algún hermano incluso, y de otras personalidades.
Ella se ha quedado en casa, sola, ausente del protocolo, olvidada. Posiblemente, tal vez, alguien la haya echado en falta, pero a ella, todo ese festín de homenajes y memoriales, le traen sin cuidado. Es más, le habría gustado que su abuelo, en el último momento, diese esquinazo a todo y a todos. Pero ella, bien sabía que no lo haría, que estaría a la altura de lo esperado.
Salió de la sala y quiso retirarse a su refugio de lecturas y sueños, a su rincón en el que, además de recuerdos y libros, habíase colgado un lienzo en el que sólo se veía el mar azul y el cielo neblinoso, nada más había aparentemente en él, ¿o sí? Allí recuperaría la paz perdida los últimos días, el sosiego tras sentir que tantos y tantos se aprestaban a burlarse de su abuelo Joaquín.
-Querida niña, ¿aún estás así? Vamos, vístete. Hay muchos que aguardan y no empezaremos si tú no estás a mi lado.
De esa manera ha hablado una voz calma pero grave, cascada por los años. Así se ha expresado un anciano, ataviado con su mejor traje y su boina, con su mirada de quien tiene la luz en su corazón, de abuelo que nunca abandona.
-Abueli, ¿qué haces aquí? Yo no quiero ir a tu consagración, yo sobro, estorbo.
-¿Aún no te has dado cuenta, querida niña, que tú eres mi inspiración, mi musa, mi guía? ¿Que todos los demás no importan? Vamos, dame la mano. Ven. Ya lo sé, ellos no lo merecen. Pero sí, yo te lo diré, a ver… Aún hay gente como nosotros, gentes buenas que saben mirar. Y para ellos, por ellos, debemos estar allí. Cuando tengas mi edad comprenderás. Mientras tanto, anda, ponte tu mejor vestido, arréglate, sonríe como tú sabes hacerlo y ven conmigo. Recuérdalo siempre, pase lo que pase, esté yo o no, nunca debes sentir que sobras o estorbas porque en mis cuadros tu presencia y espíritu son el alma que los inspira. Y ahora, en el museo, muchos y muchas lo sabrán, se darán cuenta de ello, y será así porque contemplándolos serán felices, lo mismo que yo lo he sido gracias a ti.
Isabel y Joaquín, nieta y abuelo, se abrazan. La una y el otro renuevan unos lazos extraños al resto del mundo, unos lazos que son amor, calidez, comprensión, orgullo. Unos lazos que todos deberíamos anudar y cuidar con nuestros respectivos abuelos. ¡Un brindis por ellos!
domingo, 2 de octubre de 2011
El abuelo pintor
Publicado por Alberto en 5:09 p. m.
Etiquetas: Relatos
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario