Superados mis problemas informáticos que he padecido días atrás, vuelvo con mi costumbre cuentista de cada semana.
Que estéis bien.
La señora María Velasco León de Guevara había sabido siempre nadar y guardar la ropa en materia de amores hasta que se encontró con aquel apuesto galán.
Como cada domingo, a primera hora, acompañada de su doncella, se había dirigido a la misa preceptiva, que siempre gustaba de oír en la pequeña capilla de santa Lucía.
Era un día soleado, no obstante corresponder al loco febrerillo _ya se sabe: un día peor que otro_. Y, sin embargo, la calidez de los rayos de sol invernales la animaron a salir de su casona con tiempo de dar un paseo previo.
Se dejó llevar por el destino sin abrigar sospechas. Total, era domingo y ella era una señora de la clase poderosa en aquel reino con título de grandeza venido a menos.
Su doncella, que conocía los intríngulis de aquella señora tan adelantada a su época, pero con la que tanto congeniaba, la seguía sumisa. Callejeaban, supuso, en dirección al Jardín de las rosas, lugar predilecto de esparcimientos de doña María..
Todo marchaba bien, disponían de tiempo, hasta que se vieron rodeadas.
Unos pillastres les estaban tendiendo una emboscada. ¿Cómo era posible? ¡A ellas que gozaban de la protección de las autoridades?
Entonces lo vieron claro. El suntuoso collar de perlas que lucía había atraído a los rufianes cual imán al hierro. Ya era tarde para ocultarlo. ¿Por qué se le ocurrió, precisamente aquel día elegirlo? Siempre lo tenía guardado en su joyero mas valioso. Sólo le gustaba contemplarlo, y, con ello, revivir la aventura que se lo había dejado como recuerdo.
Y es que, un ya lejano día de septiembre, tuvo que contemplar cómo su hermana Felipa la convenció para que se uniera a la expedición de conquista y exploración de la Amazonía. Se dejó arrastrar por el loco entusiasmo de aquélla, por su ansia protectora y, porqué no decirlo, porque a ella también le seducía la idea de descubrir nuevos mundos.
. Se disfrazaron de muchachos y, pertrechadas con el arrojo de la juventud, pudieron embarcarse, con no poca fortuna, en la nave capitana.
Muchos peligros y sinsabores tuvieron que afrontar en el periplo. Mas, al fin, la expedición alcanzó notable éxito. Aunque para doña María no fuera tal. Su hermana murió de fiebres y ella tuvo que aceptar que su mundo no era el de selvas tenebrosas ni luchas estériles. Eso sí, se trajo aquella joya que le entregara un hechicero, sin que ella pudiera nunca saber la razón del obsequio.
Regresó y retornó a su condición de mujer casadera. A quienes le preguntaban dónde había estado aquellos años, les respondía con vaguedades. ¿Y sus padres? La madre murió de angustia tras la partida de sus hijas y el padre siguió guerreando junto a su rey, como siempre hizo, hasta morir también. Sólo quedaba ella para recibir el favor real y bien que lo había obtenido.
Pero de todo aquello, había pasado ya mucho tiempo. Ahora tenía una vida asentada en el prestigio de su salón de moda, al que acudía lo más granado de la urbe, y no sólo porque de él salieran las tendencias del vestir, sino por el ambiente de progreso que se respiraba.
Y ahora se veía acechada por el peligro de la codicia de sus asaltantes. Ya las manos del líder de aquella manada se atenazaban sobre su cuello y entonces...
Entonces la espada refulgió en el aire.
-¡Deteneos o mi brazo se encargará de poner fin a vuestra infamia!
La voz era potente, gruesa, hecha a la palabra de discurso.
Y los rapaces huyeron. ¿Cómo resistirse a semejante amenaza?
Dueña y doncella, repuestas ya del asalto, quisieron honrar a su salvador.
-Gracias sean dadas al cielo por habernos traído hasta aquí a vuestra señoría. ¿Quién sois?
Mientras, doña María pronunciaba estas palabras, se prendaba irremediablemente del caballero.
-Soy Lope Nuño y me dirigía a la catedral para dar aviso a su canónigo, mi hermano, de que nuestro padre le reclama para que sea testigo de la ceremonia de compromiso entre Ana de Mendoza y mi humilde persona. Pronto nos casaremos y hoy es el día en que nuestra feliz unión dará su comienzo con el beneplácito de las familias y, por lo que parece, de Dios. Lo digo por el feliz acontecimiento en el que me ha sido dado participar al ayudar a salvaros de semejante peligro. Beso su mano y me pongo a sus pies.
Aunque la cortesía se impuso, doña María no pudo por menos que maldecir su sino. Casi no podía creerlo: tantos años rechazando al amor y ahora que lo encontraba, era éste el que la rechazaba a ella mediante un compromiso.
-¿Me permitirá que le haga entrega de un presente como muestra de gratitud por su ayuda?
-Oh, el presente ya me lo hace al mostrarme su hermosa sonrisa.
-No sea tan galante. Si me hace llegar un retrato de su prometida, le haré el más bonito traje con que ella pueda soñar. Así, vos se lo podréis regalar como prueba de afecto. No sería yo la que soy, si no fuera capaz de ello.
-bueno, bueno; a eso no puedo negarme. Tenga, aquí lo tiene _extrajo de su jubón un medallón_. ¿Es hermosa, verdad?
Tras un instante de miradas, cada uno siguió su camino. Él lleno de ilusión y ella embargada por otro dolor más que se sumarían a los ya guardados en su alma. Eso sí, no dudaría en cumplir su promesa para con el caballero. Sería una demostración más de una voluntad heroica, la suya. Aunque, otra vez más, se dijese lo mismo de siempre: ¿de qué le servía si no le valía para alcanzar la verdadera felicidad?
domingo, 6 de febrero de 2011
La emboscada
Publicado por Alberto en 5:45 p. m.
Etiquetas: Relatos
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1 comentario:
Hoy es uno de esos días en los que me quito más que nunca el sombrero y me postro ante tu maestría. Sublime.
Un besósculo muy admiradósculo! Mua!
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