¿Os sorprende que os mande un cuento? Ya, ya sé; es lo que toca cada domingo.
Bueno, pues aquí estoy puntual a mi cita.
Que estéis disfrutando de él y que la semana os sea tranquila.
A Inés, a aquellas alturas de su vida, ya no le importaba que la tildasen de intrépida. Ahora ya no, pero hubo un tiempo en que no creyó que llegaría a serlo. Y eso que de adolescente, una amiga de su madre le auguró, ayudada de una tirada de cartas, que superaría aventuras y obstáculos aparentemente insalvables, que era un ser inquieto que no se resignaba. En aquel momento de sus quince años no le importaban esas predicciones. Lo que ella quería saber es si Jorge, el guaperas de la clase, se fijaría en ella, la querría. Pero de esto, las cartas nada decían, así que, decepcionada, se enfurruñó, salió atropellando a su madre que, en ese momento, venía para anunciar que la merienda estaba preparada, al tiempo que la oía decir:
-Ah, esta hija mía, ¿qué voy a hacer con ella? ¿Qué mosca le ha picado ahora? Asun, ¿qué os ha pasado? No puede ser que se ponga así. Y menos contigo.
-Déjala. Es que el tarot no le ha dicho lo que ella quería oír y claro, yo no quise que se engañara ni engañarla. Ya sé, ya sé. Para ti y para mí, la cartomancia no es más que un juego, pero para ella...
Se disponía a salir a la calle cuando su mente, recordó aquella escena de otra lejana tarde gemela de la que se disponía a disfrutar. No pudo por menos que sonreír porque las cartas habían tenido razón. Se empeñó en ir a la universidad para estudiar una carrera, entonces, vedada a las chicas y no sólo la aprobó, sino que lo hizo con las mejores calificaciones. No se resignó a que constituyese un mero título y, por eso, no paró hasta hacerse un hueco en la profesión. Viajó, se casó, se divorció, alcanzó notoriedad y prestigio.
Mas todo eso pasó a segundo plano cuando una noche, sin saber la razón, ya en su lecho de descanso, sus ojos empezaron a mostrarle unas inoportunas luces, chispitas, culebrillas, destellos. ¿Qué podría ser? Las horas se le hicieron eternas. Cuando al día siguiente, el médico dictó su sentencia, creyó que todo lo que, hasta entonces, había conseguido, carecía de valor. Su mundo se le venía abajo. Tendría que reinventarlo porque la ceguera se había adueñado de su existencia. ¿Qué hacer?
Sí, le dijeron que le podrían enseñar a moverse, a leer, a ver de otra manera. No les creyó y se hundió en un abismo de autocompasión y renuncias en soledad.
Los detalles que siempre le habían pasado desapercibidos ahora cobraban trascendencia, ahora que ya no los podía ver: los colores de un cartel luminoso, la inmensidad del cielo y sus nubes, las expresiones de los rostros que se cruzaban en su camino. Nunca fue muy observadora ocupada como estaba luchando por sobrevivir en un entorno plagado de competitividad.
Y, no obstante, al final lo hizo. Bien fuera por el destino que le mostraran aquellas remotas figuras de una baraja o porque su carácter no le permitiera elegir otra opción, el caso es que, al fin, se puso en marcha y acudió allá donde le podrían ayudar. Se dejó guiar por su arrojo de siempre, por ese fuego que la impulsaba a ser la mejor y lo logró. Volvió a hacerse presente, se puso su armadura de mujer luchadora y valerosa, y quienes la habían conocido volvieron a decirse: "Inés es ya otra vez la que fue. ¡Qué pedazo de mujer!"
Lo que todos ésos no sabían era que cada paso que había dado, requirió de todo su arrojo. Superar el miedo ante lo que pudiera venírsele encima, aprender a escuchar, oler, discernir y obviar murmullos, y comentarios, de quienes no asumían el que ahora era diferente.
Pero todo eso ya formaba parte de su pasado. Pensó que se volvía vieja. Tornó a sonreír: "superarás aventuras y obstáculos aparentemente insalvables". Ja ja. Pero nada, nada. Que se iba a dar una vuelta, que la lluvia inclemente de esa tarde no iba a hacer que se echase para atrás. Se calzó su impermeable y, en una mano, portaría el paraguas y en la otra su bastón blanco. ¿Qué más? Si algún guapo galán se ofrecía a ayudarla, que la tomase del brazo aunque no fuera lo correcto. Ella se dejaría.
No había quedado con nadie, tampoco le hacía falta. Daría un paseo y se tomaría algo en la cervecería de siempre. Escucharía, imaginaría, fantasearía. Cómo había cambiado su manera de entretenerse.
-Holaaa. No puede ser, ¿eres la Inés de hace tantos años? Ya no te acordarás de mí.
Quien así la interpeló era poseedor de una voz masculina, entusiasta, preñada de matices. Se ve que se alegraba. ¿Quién podría ser?
-No sé. No le reconozco. Discúlpeme, no juegue con mi ceguera. Dígame su nombre o déjeme seguir con mi paseo.
-Soy Jorge, el Jorge del instituto donde estudiamos juntos. Ya sé, ha pasado un mundo pero, al fin, aquí esttamos. ¿Querrías... no sé, dejar que te invite y recordemos?
¿Sería posible que fuera ahora cuando aquellas cartas de Asun, la amiga de su madre, de la que ya nada sabía, estuvieran dándole la respuesta que tanto anheló en su lejana adolescencia?
domingo, 20 de febrero de 2011
El arrojo de Inés
Publicado por Alberto en 5:44 p. m.
Etiquetas: Relatos
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