Cuentan que en algún lugar desconocido del Cabo de Gata, en este hermoso rincón almeriense, entre los roquedales que desafían la costa, está oculto un tesoro que hace muchos, muchos años un sultán andalusí hizo traer hasta aquí ante el temor de que sus rivales cristianos pudieran encontrarlo.
Si pincháis en el título de la entrada, podréis ver un pequeño vídeo sobre este paraje de indudable belleza. Que lo disfrutéis.
Cuentan que el sultán lo ocultó en una cueva submarina de la que no se tiene noticia, y que murió antes de que su secreto pasara a sus hijos o a sus más cercanos hombres de confianza. Es posible, no obstante, que el verdadero tesoro quede frente a nuestros ojos, sin necesidad de escarbar o buscar debajo de las rocas o el mar. El parque natural del Cabo de Gata-Níjar se extiende a lo largo y ancho de treinta y ocho mil hectáreas de tierra. Otras doce mil hectáreas, consideradas reserva marina, se adentran hacia el mar Mediterráneo.
Allí donde la leyenda sitúa la cueva del Tesoro la tierra ha cincelado un paisaje sobrenatural y marciano donde todo parece tener el color de las entrañas del planeta y donde por mitad de las ramblas corren ríos de lava petrificada. Mónsul y Genoveses son las playas más bellas del parque natural y están protegidas por un conjunto de pequeñas calas donde los conocedores de las riquezas del parque practican naturismo y deportes submarinos. A algunas de ellas sólo se puede acceder en barco y sus aguas son tan limpias que permiten contemplar las riquezas de sus fondos marinos.
Mónsul está escoltada por una piedra descomunal, apartada y solitaria, que surge de mitad de la mar mientras a un lado de la playa trepa una duna rampante. Camino de San José aguarda la playa de los Genoveses, que dibuja una idílica bahía entre los cerros de Enmedio y el Morrón. Asegura la historia que el nombre de la playa proviene del ejército genovés que en el año 1147 desembarcó en esta zona junto a tropas castellanas y catalanas para reconquistar Almería a los almohades.
El litoral del Cabo de Gata está poblado de torreones y viejos baluartes que demuestran el valor estratégico que estas tierras tuvieron durante la dominación hispanoárabe. En tiempos del califato de Córdoba, los reinos taifas y los gobiernos almorávides y almohades, el litoral que se extiende entre el norte de la provincia de Almería y la capital fue protegido por los barcos andalusíes y amenazado por los piratas berberiscos que prosiguieron con sus hostilidades hasta bien afianzada la conquista. Muchas de las leyendas que pululan por este rincón de la geografía recuerdan el empeño de aquellos reyes por proteger este turbulento paso marítimo. De algo no cabe duda: por estas costas, por estos cerros azafranados y desde estas playas de arena blanca partieron hacia el exilio sultanes y reyezuelos llevando consigo las riquezas amasadas durante sus reinados.
En algunas ocasiones, el mar se muestra malhumorado y bate sus olas sobre las piedras del arrecife de las Sirenas.
Al otro lado de la costa pedregosa donde la leyenda quiere situar la cueva del Tesoro, hacia poniente, dos grandes montículos sobresalen desde los pies del mar. En ellos se alzan los cabos físico y político de Gata. Situados en las faldas de la torre de la Vela Blanca, uno de los muchos baluartes que defendió estas costas en tiempos revueltos, los cabos son en realidad sendos miradores desde donde contemplar el más pacífico y atormentado Mediterráneo. Es cuestión de días: En ocasiones el mar se muestra malhumorado y bate sus olas sobre las piedras fantasmagóricas del arrecife de las Sirenas donde hasta hace poco vivía una nutrida comunidad de focas monje.
Pero lo más sorprendente está precisamente entre la mar y la tierra. El contacto entre ambos elementos propicia paisajes de una belleza inenarrable que se esparcen a lo largo de los 45 kilómetros de costa virgen. En las inmediaciones del centro de visitantes de Las Amoladeras y la cercana colonia de La Almadraba de Monteleva germina a duras penas una vegetación rastrera y almohadillada, plantas espinosas como el azufaifo, el cornical, el áspero esparto o la dulce palma enana. Ocho endemismos adornan el vademécum botánico del Cabo de Gata. Ocho endemismos a los que hay que unir más de mil especies vegetales que convierten este parque natural en uno de los más fascinantes santuarios ecológicos del sur europeo.
San Miguel de Cabo de Gata es una población marinera que vive de la pesca y el turismo. Aún conserva las casas bajas y blancas que tanto predicamento tuvieron a principios del siglo pasado. Una recta y disciplinada carretera conduce a los cabos. La calzada deja a un lado un torreón edificado sobre los restos de una vieja atalaya árabe. La calzada, protagonista de decenas de películas, anuncios y documentales, conduce a una pista de tierra que surge en el hito 46, señalizado con las siglas ZMT (Zona Marítimo Terrestre). Lo mejor es aparcar el vehículo y andar un centenar de metros hasta llegar al mirador de las Salinas.
De pronto surge frente a nosotros un inmenso lago salobre en el que cada año se dan cita miles de aves en busca de climas más templados. La Almadraba de Monteleva, uno de los más pintorescos y encantadores poblachos del Cabo de Gata, queda al lado. Distinguirla es fácil: el caserío marinero está arracimado en torno a una iglesia blanca con un altivo y desafiante campanario construido en el año 1905. El templo es uno de los edificios más originales y bellos de cuantos la mano del hombre ha construido por estos parajes. A sus pies se alzan las grandes montañas de sal blanca, los patios luminosos, las azoteas y las puertas de vivos colores.
Fue en el siglo XVIII cuando el Cabo de Gata empezó a habitarse. Una mesta de carácter religioso, cuyo ganado bajaba todos los años de Sierra Nevada para buscar calidez en los días de invierno, ocuparía varios parajes que hoy continúan conservando los nombres de antaño. Así, se apellida frailes a una boca de agua, un pozo o un cortijo. De hecho, en el cortijo de Frailes tuvo lugar a principios del siglo XX el sangriento crimen que inspiró a Federico García Lorca el drama Bodas de Sangre.
En todo caso, no es roja precisamente la arquitectura popular de estos parajes, sino blanca, inmensa e inmaculadamente blanca. Sus primeros pobladores trataron de aprovechar de modo inteligente el agua, el bien más escaso de este paisaje semidesértico. Para ello edificaron cortijadas bajas de una planta que tenían por techo una cubierta plana y aterrazada por los bordes con la intención de almacenar en voluminosos aljibes la poca lluvia que al año caía. Pozos, acequias, norias y molinos de vela latina adornan muchas de las pedanías del Cabo de Gata.
Diario El Mundo-Ocho leguas
jueves, 20 de mayo de 2010
Un tesoro escondido
Publicado por Alberto en 9:01 p. m.
Etiquetas: Un paseo por la Historia
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1 comentario:
Uy, Alberto, no me hables del Cabo de Gata que me traje un mal recuerdo de cuando estuve allí: mi perro, Murfy, se enzarzó en una cruenta batalla con el perro de unos alemanes... un desastre. Mi padre gritando en español, yo en valenciano, mi marido en inglés y los dueños del otro perro en alemán... los perros arrancándose la piel y todo el mundo mirando. Bueno, al final sólo se hicieron unos rasguños, je, je... Me parece que los que escribimos tendemos a sobredimensionar la historia.
Interesante lo del tesoro, de haberlo sabido entonces... quién sabe.
Un saludo, Alberto.
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