Tal vez, influido aún por la experiencia de ayer, sale el cuento de hoy.
Que estéis bien y disfrutéis.
Feliz semana, como siempre.
Con cariño.
Te dijeron que allí lo encontrarías, que ése era el lugar al que debías dirigirte. Tú no te lo terminabas de creer, tantas veces te habían hecho concebir ilusiones que ya dudabas siempre de todos y de todo. Amigos bienintencionados, echadoras de cartas, horóscopos y vaticinios. Todos habían errado el norte, todos se equivocaban al decirte “ve a tal o cual sitio, esta vez va a ser”. Pero no, nunca era.
Y, por otra parte, ¿qué necesidad tenías tú de tanta búsqueda si ya disponías de mucho? ¿Era avaricia, ansia?
No, era querer ser, desear crecer, encontrar a quien te ayudara a conseguir esa quimera tuya.
Sería tu último intento. Lo tenías decidido. Estabas ya cansado, no te quedaban fuerzas. De no encontrarlo, te retirarías a tu claustro de rutinas y paso de hojas de un calendario sin magia ni contenido. ¡Que ya estaba bien! ¿Que ya valía de que tú mismo te hubieses puesto la etiqueta de buscador!
Y el caso es que el aquel lugar sin nombre al que te exortaban a acudir, aquel allí siempre lo habías dejado pasar por alto. Las ocasiones en las que transitaste por delante de su fachada, nunca te llamó la atención, nunca lo viste como la sirena que emitiera sus cantos para ti. Bah, era tan anodino, tan normal…
-¿Estáis seguros de que acertaremos? Es que como volvamos a fallarle, lo perdemos y eso no puede ser, que él merece ser absolutamente feliz… Tanto como él nos ha ayudado y ¿no vamos a ser capaces de hacerlo nosotros por él ahora que, de verdad, lo necesita?
-Que no, mujer. Que ahora sí que sí. Que hemos aprendido de los fracasos anteriores y lo tenemos todo preparado y dispuesto.
Así se comentaba en el reducido círculo de gente fiel que aún le restaba. Esos pocos, tan pocos que siempre se cuentan con los dedos de una mano, que siempre siguen ahí, pese a todo, incólumes a las tormentas del paso del tiempo o del día a día o de los distanciamientos. ¿Amigos se les denomina? No, almas gemelas, mitades de tu yo.
Entraste y lo primero que te recibió fue un vestíbulo amplio, con alguna columna y una mesa de recepción. No había nadie, seguiste adelante, te dijeron que hicieses eso. Viste la escalera por la que, intuiste, deberías ascender hasta el último piso, según lo preceptuado. Empezaste a escalarla. Eran peldaños estrechos e inclinados pero seguiste adelante. Ya que estabas allí, ¿qué otra cosa ibas a hacer? Además, conforme ascendías te fuiste encontrando con otros y con otras que también llevaban tu mismo camino. Pusiste la oreja para escuchar qué decían y les oíste palabras con tonos de espectativa, de promesas de curiosa novedad. Decían que podían haber cogido el ascensor, pero que habían preferido llegar a pie porque así lo harían antes y les convenía hacer ejercicio. Tú te sentiste identificado con su idea.
Y cuando, al fin, coronasteis cima, el anfitrión con aspecto de ser acogedor, os invitaba a pasar y a acomodarse. Te sentaste en la última fila, como siempre solías hacer en cualquier acto en el que participabas, siempre al final, siempre preparado para salir el primero, para huir presto, para pasar desapercibido.
¿Con qué se encontró tu espíritu escéptico?
Mientras que unos y otras se saludaban entre sí _parece que se conocían_ tus ojos se posaron en los de la persona que se encontraba tras la mesa del estrado. La contemplaste viendo cómo se organizaba, cómo sus manos colocaban unos objetos desconocidos para ti. Tus ojos volvieron a sus ojos. Viste su melena castaña, su atuendo discreto pero elegante y sus facciones dulces. Mas, tus ojos volvieron a sus ojos.
La presentaron. Tú seguías prendado de sus ojos. Le dieron la palabra. Tú permanecías mirando, imantado de dos faros, profundos, claros, plenos. ¿De qué se trataba su discurso? Te obligaste a hacer un esfuerzo para atender…
“Las personas ciegas, antes que ciegas somos personas. Los ciegos queremos ser normales pero aún hoy nos encontramos con innumerables barreras de todo tipo”.
¡Qué estaba diciendo aquella mujer! ¿Que era ciega? No podía ser. Si de sus ojos se emanaba una luz increíblemente brillante, la luz que él siempre había buscado y nunca encontraba. Qué desatino del destino: una ciega que destellaba luz. ¿Cómo podía ser? Increíble maravilla, extraordinario prodigio.
Y, no obstante… Volviste a mirar, a dejarte cautivar por aquellos ojos, aquella llama que ardía en ellos. Una llama de pasión, energía, tenacidad, superación y empuje.
¿Y la voz? ¿Y su físico? Poco te importaban en aquel momento. Ya sólo querías una cosa, contemplar eternamente unos ojos que, tal vez, para su dueña, le resultasen vacuos, pero que, para ti, suponían el tesoro definitivo, la máxima de las riquezas. Contemplarlos para siempre, quererlos, descubrir lo que, a través de ellos, se podía obtener, algo especial y único.
Lo supiste, tu búsqueda abía concluido. Al fin, tu gente, había dado con la clave a tanta angustia, tanta zozobra y tanta desesperación.
En un rato te levantarías de esa butaca, te acercarías a ella y… ¿qué le dirías? ¿Sería posible que aún para ti hubiera una postrera oportunidad?
domingo, 4 de marzo de 2012
El buscador que siempre buscaba
Publicado por Alberto en 10:22 p. m.
Etiquetas: Relatos
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1 comentario:
Sigo aquí, leyendo, disfrutando, aunque comente poco. Besos.
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