Quiero, con este cuento de hoy, dedicar un pequeño homenaje a todas y todos los que practican voluntariado. Yo querría poder hacerlo, pero en fin. Al menos, vaya mi más sincero aplauso para ellos y ellas.
El jueves pasado obtuve, gracias a la ONCE, la ayuda de una de esas voluntarias que me ayudó a llegar, sin ninnguna incomodidad, a mi boca de Metro habitual en la plaza de Chueca que, por aquello de la fiesta del Orgullo Gay, estaba impracticable. Gracias a ella pude seguir mi itinerario ordinario aunque, no por ello, deje de preguntarme la razón de que, para que unos hagan uso de su propia libertad, otros tengamos que requerir la ayuda de una voluntaria o modificar nuestra rutina y, de ahí, poner en entredicho nuestra propia libertad.
Bueno, que estéis bien y sobrellevéis el calor con alegría.
El reloj de la torre del centenario edificio de la ciudad monumental, anunció la hora. Estaba agotada. Era tarde y lo único que quería era poder recoger lo antes posible para salir hacia la paz de su hogar. Y eso que hacía una noche espléndida.
Dejaría el uniforme de camarera ordenadamente doblado en su taquilla y lo mudaría por la comodidad de una camiseta, unos vaqueros y unas playeras. Llegaría a su casa, se tomaría una horchata bien fría y se acostaría otro día más sola, pero con sus sueños intactos.
Si cierto era que en el pequeño restaurante donde trabajaba la trataban con respeto, no lo era menos que el empleo era duro. La fama del local por lo selecto de las suculentas viandas que en él se ofrecían y lo acogedor del enclave, una antigua cueva que otrora sirviera de refugio a bandoleros y que ahora ofrecía también abrigo pero a los devotos del buen yantar, hacían de él un establecimiento al que acudía la clientela más exigente.
Ella se esforzaba por ser agradable, recomendar sugerencias de la carta y mostrarse siempre simpática pese a que, no pocas veces,su interior estuviese teñido de gris.
La ciudad donde vivía le permitía pasar como un ser anónimo. Había venido de lejos en busca de esos sueños que aún la acompañaban haciendo que no se sintiese varada como aquellos peces que, de niña, contemplaba en la playa de su pueblo. ¿Cómo no buscar horizontes de un futuro distinto al de ellos?
Se atrevió y emprendió el camino, ligera de equipaje pero cargada de esperanza. Sus padres la animaron, claro, querían lo mejor para ella, querían que no siguiese siendo otra más de las mujeres de aquella aldea que aguardaban, siempre resignadas, a lo que les quisiera traer el mar, ya fuera alegría en forma de encuentros o tristeza hecha de pérdidas.
Arribó al sencillo piso de sus tíos, ya mayores, y pronto éstos la acogieron como a la hija que no tenían. Ella quiso ser digna huésped por lo que pronto supo buscarse un trabajo con el que ayudarles.
Su cálido porte, su voz alegre y su afán receptivo la hicieron ser considerada pronto la mejor candidata a los puestos en que solicitó ocupación. Y tan buena resultó que había terminado por recalar en aquel restaurante, el mejor de la zona.
Habían transcurrido ocho meses desde que el dueño de La Trufa la contrató y aunque no parase un instante, estaba contenta.
¿Que cuáles eran sus sueños? ¿Susmetas? No es que fueran muy complicados. Tan solo alegrar la vida a alguien que estuviese triste, desalentado. A veces pensaba que no estaba lográndolo, pero otras sí que lo creía.
Sus compañeras de curro le decían que saliese de fiesta, que buscase novio, que aspirase _como ellas lo hacían_ a dejar eso de ser una simple camarera. Pero ella no les hacía caso, se limitaba a sonreírles y dejar vagar su mirada. Le gustaba mucho mirar,mirar al cielo azul, al ocaso con su puesta de sol rojiza, a los ojos de los que se cruzaban con ella o servía. Porque de todo, y de todos, aprendía, se empapaba. Cuántas veces, en la soledad de su cuarto, apoyaba su frente, en el marco del gran ventanal que daba al parque y, acunada por las cortinas tejidas por la tía, su alma se sentía plena.
Menos mal que no la veían hacerlo. Ella, Laura, sabía que la consideraban una chica rara pero poco le importaba eso. Mientras pudiese hacer lo que le gustaba, ya valía.
Sus ratos libres, a más de colaborar en casa, los dedicaba a pasear y leer, pero sobre todo al voluntariado. Qué bien se sentía practicándolo, ayudando, con su ansia de hacer felices a los demás. Cuando ya estuvo instalada en aquella ciudad y aquel hogar familiar, se preocupó por apuntarse a alguna organización en la que echar una mano. Pronto la encontró. Se trataba de acompañar a personas sin nadie a su lado, dedicarles un ratito, escuchar.
Vamos Laura,se dijo, que ya solo queda un cliente y éste está a punto de terminar.
-¡Qué deseará el señor de postre?
-¿Podría ser un zumo de naranja natural?
-Claro, además está muy bueno. ¿Lo querrá con azúcar o con un poquito de moscatel y fresas?
-Ah, con moscatel y fresas estará bueno. Creo que me he quedado el último, no tardaré, que estará ya cansada.
-Bueno, no se preocupe. Usted disfrute del postre que es lo mejor de la comida. ¿Querrá también café o té?
-No no; bastará con el zumo.
Laura intuyó que aquel señor debía ser especial. Le había tenido que leer el menú porque era ciego, aunque nadie lo pudiera saber de no decirlo él. ¡Tenía unos ojos tan bonitos y profundos!
-Si no tiene prisa, le llevo hasta donde se aloje y así damos un paseo.
-Hombre, encantado de ir tan bien acompañado. Pero no la quiero molestar, que seguro que tendrá sus planes.
-Bah, que no cuesta nada.
Y de ese modo lo hicieron. Él y ella se dirigieron hacia el hotel de él. Laura le contó lo bien que le hacía sentirse eso del voluntariado y él le dijo que se estaba ganando, con su ayuda, una baldosa del paraíso. Y ella sonrió. Y él le dijo:
-¿Sabes? Me creo que esta noche tan hermosa, tan repleta de silencios y misterio, debe de hacer juego con tus ojos, debe ser reflejo de ellos. Lo estoy viendo así, imaginando.
Y Laura volvió a sonreír feliz, notó cómo su fatiga de horas de trajinar de mesa en mesa, cargada de platos y cubiertos, de cortesías amables y de explicar siempre lo mismo, se diluía en un oasis de emoción. ¿Cómo podía haber percibido aquel señor privado de vista lo que a ella le era preciso para iluminar sus jornadas?
Y esa noche, mientras, ya en su hogar, paladeaba su horchata fresquita, notó que, otra vez más, después de hacer voluntariado, su vida continuaba teniendo sentido.
domingo, 3 de julio de 2011
A juego con sus ojos
Publicado por Alberto en 6:36 p. m.
Etiquetas: Relatos
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4 comentarios:
Me apetece el zumo con fresas..mmm y un repaardor descanso..a ciertas horas eso es el paraiso...jejeje..hermosa historia como nos tienes acostumbrados...un abrazo enorme tama#o mundo!!!
!Vaya, veo que no se quedó el comentario!, ayer por la tarde, te dejé un comentario, pero el sistema, o el blogger, o las nuevas tecnologias a distancia -no escribí el comentario desde mi casa en el portatil-, o todo junto (o el calor, que todo pudiera ser, porque vamos, si afectan los calores a las personas, lo mismo también afectará a la informática), pues eso, que veo que finalmente no se ha quedao... vuelvo a ello:
Tu relato es muy bonito, una historia sencilla, emotiva y entrañable y, de telón de fondo, el tema del voluntariado !casí ná!, y digo ésto Alberto, porque personalmente llevo tiempo queriendo ser voluntaria... de hecho, a puntito estuve hace un tiempo, y es que estoy firmemente convencida de que en esa relación entre el voluntario/a y (en mi caso) las personas que aún no sabían leer, la relación de todo tipo es siempre claramente a favor del voluntario, y quien más recibe a cambio de lo que da, es claramente siempre a favor del voluntario... por eso este tema me cala hondo. Yo iba a enseñar a leer a mujeres inmigrantes que aún no sabían, luego, la cosa se complicó y por circunstancias aquello no salió adelante, pero ahí está, latente, es como quien dice, mi asignatura pendiente Alberto, y te diré también que en esta sociedad que tenemos donde -no ya por días sino por minutillos-, se posiciona con fuerza el axioma primero yo, segundo yo, tercero yo y siempre yo, que haya personas que dediquen parte de su tiempo a los otros, me parece de lo más humano, de lo más esperanzador y de lo más encomiable, todo mi apoyo es poco para esos voluntarios y voluntarias.
Y te dejo ya, que me pongo a escribir de esto y no paro !que comentario tan larguísimo!
Mil besitos gordotes
Vaya, vaya. Qué alegría. Mi querida Margee dándose a ver después de hace tiempo. Tu ahijado Tiflohomero te echa de menos.
Que estés bien y vaya ese abrazo tamaño mundo con mis mejores deseos.
Estimada APM, que estés disfrutando de las tierras malagueñas.
Estoy de acuerdo con lo que dices. Qué bueno es eso de enseñar a leer a los demás. Yo lo he hecho en braille y es algo mágico.
Y sí, en la sociedad que vivimos hay aún mucho que merece la pena aunque, a veces, no lo veamos.
Cuídate y gracias por querer leerme.
Besotes gordotes y aquí me tienes.
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