Permitidme que el cuento de hoy lo dedique a mi padre, él que tantas historias me cuenta cuando paseamos por los campos de mi pueblo. Ojalá que, como Raquel, yo también sepa mantenerlo vivo a través de mi imaginación hecha cuentos.
Feliz semana veraniega.
Un abrazo.
-¿Te acuerdas, Alejandro?
-¿Cómo no he de hacerlo, Benito? Si ya lo único que me quedan son los recuerdos. Ya ves; cuando nos conocimos, sólo nos preocupaban los proyectos de futuro y ahora ya no nos queda más que el pasado. Cuántos años han transcurrido desde que venías al pueblo a vender huevos, vino y aceite con tu padre, con su carro y sus caballos tordos. Yo me había quedado al cargo de la casa mientras mis padres araban la mísera tierra con el único buey que teníamos. Mi madre me dijo que vendríais, que dejaríais lo de siempre y que ya os pagaría ella. Te vi, con tu mirada clara, tu pelo ensortijado, tu aire resuelto. Y yo que tan solo era un rapazuelo, un mocoso que apenas nada sabía. Nos caímos bien desde el principio.
-Sí, sí. Y ahora ya aquellos pueblos casi han quedado desiertos. Con el frío que pasé cuando mi padre me mandaba a ellos en las noches de invierno, noches de nieve,de oscuridad y de miedo en las que yo me aferraba al caballo que tan bien conocía los senderos, que iba solo. Luego compramos el camión y al final hubimos de mudar la profesión porque ya no había parroquianos, exiliados a la ciudad en busca del porvenir. Y qé buenas estaban aquellas pastas envueltas en papeles de colores con que me obsequiaban las buenas mujeres.
-Sí, pero tú y yo nos seguimos viendo. Qué suerte fue encontrarte en la Mili, al menos no me sentiría tan desamparado, al menos el cobarde fanfarrón aquél tendría que enfrentarse a dos muchachos que iban ya aprendiendo que, un día, tendrían una sola alma. Cuántas cosas nuevas vimos entonces, cómo íbamos al cine los miércoles y al paseo los domingos para contemplar la frescura, y la galanura de las mozas.
-Sí sí; han pasado los años. Tú viajaste, yo me quedé. Tú fuiste valiente; tal vez, yo cobarde.
-Bueno, bueno; nunca se sabe. A toro pasado todo es muy fácil y, como dicen, después de blanco, leche. El caso es que aquí estamos juntos. ¿Sabes? Aún conservo aquella botella bonita de moscatel que me trajiste. Cómo me gusta contemplarla y echar, de vez en cuando, un traguillo, tocando el cristal labrado y sintiendo en la garganta la calidez del licor.
-Cómo han cambiado las cosas. Qué de prisa ha ido todo. No sé si ese tango que es la vida lo supimos bailar o qué. Ahora ya ni tangos ni na. Ahora los chicos nacen enseñados, creen que lo saben todo pero cuánto les queda por aprender; se creen dueños de la verdad y nadie puede poseerla, la verdad no es de nadie, la verdad es libre.
--Cómo me alegré cuando me dijiste que te casabas y, más aún, cuando fueron naciendo tus hijos. Y mientras, yo; sí, de acá para allá pero sin encontrar la felicidad. Luego vino lo de mi enfermedad y tú, el único, seguiste a mi lado. Me quisisteis acoger tu mujer y tú en vuestra casa. No quise molestaros ni poner a prueba nuestra unión y rechacé tu oferta. Seguí vagando solo, entonces de hospital en hospital hasta que encontré mi sitio entre los que padecían lo que yo. Empecé a vivir de nuevo y tú seguiste ahí.
-¿Acaso crees que podría haber hecho otra cosa? ¿Es que no éramos amigos, seres con una sola alma? Pues claro que siempre estuve a tu lado y bien que me alegraba de ver cómo te levantabas, como superabas las dificultades. ¡Cómo te llegué a admirar! Ah, cómo recuerdo el día que me llamaste para decirme que volvías a ser el de siempre, que habías aprendido a vivir de nuevo. Cómo lo celebré.
-Lo sé, lo sé. Y luego me contaste que tu Higinia se moría, que estaba muy malita y nada se podía hacer. Entonces sí fui a estar contigo para que la casa no se te quedase vacía. Los hijos tenían sus trabajos y tú, como yo, tampoco les quisiste estorbar. Y bien que nos las arreglamos.
-Vaya que sí. Y conocí a otros como tú y comprendí que había que mantener la ilusión, yo que tan desilusionado estaba. Yo también aprendí.
-¿Y tus hijos? Bien orgulloso que tienes que estar de ellos. Sí que te salieron buenos, como Dios manda.
-Claro que lo estoy y seguro que su madre, desde el cielo, también lo estará. ¿Y cuando fuimos de excursión al país de los canales? Qué bien lo pasamos viendo su verdor y sus flores, las bicicletas de tan variados modelos, nada que ver con la que yo tenía, y aquella casa de la niña que estuvo escondida casi hasta el final de la guerra. Fue toda una experiencia. En fin, Alejandro ¿quieres que te lea el periódico?
-No, ¿para qué? Si traerá lo de siempre. Y si aún, hablase de nuestra tierra… Léeme mejor un trozo de ese libro de aventuras que tanto me gusta, con espadachines, amoríos, lealtades y traiciones.
-Ah, ¿El conde de Montecristo? A mí también me gusta aunque lo que mejor leo son las novelas del Oeste, del Marcial Lafuente Estefanía, ésas sí que son buenas.
-Señor Benito, tiene una visita.
-¿Una visita? ¿Alguno de mis hijos? Si no les espero hasta el domingo. ¿Quién será?
-¿Cómo están? Me llamo Raquel y soy la nieta de la Paca, a la que usted le vendía huevos. ¿Se acuerda?
-¿Cómo iba a olvidarla, hija? Si una vez estuve enamorado de ella, que bien guapa que era. Ay ay ay, ¿está bien?
-Me pidió que le trajese esta cajita de bombones que, según me dijo, usted le regaló. Contiene sus recuerdos y cartas. Murió hace unos meses y me pidió que se la hiciese llegar, me lo hizo prometer. Cuando paseábamos juntas me contó muchas cosas de usted, que le tuvo gran afecto.
-Vaya, vaya; Benito. A estas alturas aún se acuerdan de ti, cómo no. Con lo bien que os portabais con las gentes de allá arriba.
-No sabes lo que me gustaría volver a aquellos tiempos. Eran duros, pero me gustaba el trato, el vender, el saber que te esperaban.
-Si quieren, yo mañana les llevo. Hacemos un viaje a la sierra. Yo estaría encantada y sería como acompañar a mi abuela. A cambio, sólo les pido que me cuenten sus historias. Es que soy escritora. ¿Querrían?
-Si no te aburren los chocheos de dos viejos, claro que lo haremos. Será como recibir un regalo de Navidad, y eso que estamos en primavera.
-Ah, pues entonces hasta mañana.Déjenme que les dé dos besos. Por mi abuela y por ustedes.
Y, al día siguiente, bien de mañana; los dos ancianos amigos con una sola alma se montan en el coche de Raquel. Apenas han podido dormir. ¡Están tan contentos…! Ellos saben que de ese viaje ya no regresarán, porque su tiempo está cumplido y deben hacerlo juntos, cómplices, Como lo han hecho todo. Mas una cosa es cierta: nunca han sido tan felices como lo son esa mañana de mayo.
Y Raquel escuchará, y anotará, y sonreirá, y aprenderá a quererles; será partícipe de su mundo. Y, gracias a sus cuentos, hará que, pese a todo, sigan viviendo, lo mismo que su abuela.
domingo, 10 de julio de 2011
Los dos muchachos con una sola alma
Publicado por Alberto en 7:05 p. m.
Etiquetas: Relatos
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