martes, 20 de julio de 2010

Odisea de una tarde de verano

Sí, ya lo sé: hace mucho calor como para meterse en aventuras, pero cuando no queda más remedio….
Quiero compartir aquí mis andanzas de esta tarde como una forma más de dar a conocer las vicisitudes de un ciego cualquiera que sólo aspira a ser uno más.
Que no os aburran demasiado.

Resulta que hace tres semanas mi teléfono móvil dejó de hablar. Sí, no es que lo utilice para hablar, que también ,claro; si no que lo tengo adaptado, de tal manera que todo lo que aparece en la pantalla, es verbalizado por una voz sintética. Así que además de para hablar por él, él me habla a mí. En fin, modernidades de hoy en día.
Primero pensé que abía enmudecido por algún problema en el software que le hace parlotearme los mensajes y demás indicaciones, pero luego hube de comprobar que la cosa era más grave.
Como los modelos nuevos son cada vez mas complicados de utilizar, por su diseño táctil, y me manejo muy bien con él, tenía gran interés en repararlo. Sí, el que tenía interés era yo porque los del proveedor de línea y los de la marca parece que sólo les mueve el afán por vender nuevos terminales y no reparar los antiguos.
El caso es que, después de explicarles mi interés por el tema, me derivaron al Corte Inglés de Castellana, aquí en Madrid, uno de los centros más grandes que tiene esta superficie comercial.
Allí que me fui. Para llegar a la meta buscada, obtuve la voluntariosa ayuda de un vigilante de seguridad. Se ve que aquel día no había demasiado trabajo o es que tuve suerte o vaya usted a saber.
Al llegar al mostrador en cuestión, tras recorrer no pocos vericuetos, se me dijo que necesitaban pedir una nueva pantalla y que aún así no me aseguraban su arreglo. Yo, en mi ingenuidad de cegatón, dije que a mí la pantalla me daba igual.La joven médico telefonera me indicó que, tal vez, a mí no me importase pero al teléfono, sí.
Bueno, quedé emplazado a una semana y a que ya me dirían.
Como transcurría el tiempo y no tenía noticias, hoy me he decidido a pasarme personalmente de nuevo y, de paso, emprender una nueva ciegada.
El intento no es fácil por lo grande del sitio y su localización alejada de una línea de Metro que yo frecuente.
La experiencia ha comenzado bien ya que una pareja muy simpática y bondadosa se ha ofrecido a llevarme hasta la puerta. Hemos ido charlando y casualmente han vivido en Berlín, ciudad que visitaré el sábado. Me ha venido fenomenal por su acompañamiento y por las recomendaciones que me arán disfrutar de ese viajecito.
El caso es que me han dejado en la entrada y a partir de aquí viene la odisea.
Recorro unos pasos. Primer vigilante:
-Lo siento, sólo puedo llevarle hasta información y allí alguien le acompañará.
En información hay una señorita que, con acento extranjero, se disculpa aduciendo que está sola y no puede ayudarme. Me pregunta varias veces que adónde necesito ir. Tras un tiempo de espera, me pone al teléfono con otra señorita (parece que de Atención al cliente) a la que, por tercera vez, explico mi caso. Me anuncia que me van a mandar a un vigilante.
Tic tac tic tac.
Llega el señor de marras. En lugar de proceder, le dice a la señorita que debió llamar al departamento al que necesito ir para que, de éste, vengan por mí (parece como si tuviesen que recoger un paquete). Buscan el teléfono (digo la extensión), no contestan, ¿por qué habrían de hacerlo en un departamento de teléfonos? Y, por fin, nos aprestamos a llegar hasta la dichosa oficina de Nokia con mi paciencia al límite y con, no pocas ganas, de haberme decidido a bastonear/palotear por allí, sin que me importase ni la gente con la que tropezase ni las vitrinas que derribase a mi paso. Menos mal que uno es civilizado, que si no…
Llego al sitio de teléfonos y mi impuesto lazarillo se pone a discutir con la médica telefonera sobre la razón por la que no ha querido descolgar el teléfono. Ya se sabe… “en casa del herrero, cuchillo de madera”.
Y toda esta sucesión de sinsentidos ¿para qué? Para nada, ya que la innombrable pantalla no había llegado aún.
Así que vuelta para la calle y lo mismo que diría aqél: como el gallo de Morón… cacareando y sin plumas.
¿Qué queréis? Me he sentido como uno de esos palos que,a modo de testigo, usan los atletas en las carreras de relevos. Y todo porque no hay una ley, como la portuguesa, que obligue a las grandes superficies comerciales a disponer de acompañantes para clientes ciegos.
Vamos, que al final, encima he tenido que darle las gracias al segurata, como si me hubiese hecho el favor de su vida.
Ya se sabe… ¡¡Vivir para ver!!

2 comentarios:

Mercedes Pajarón dijo...

Sí, sí, ponle un poco de humor porque la cosa en realidad es indignante. Que sí, que sí, que tendría que haber una ley, pero que se tenga que hacer por obligación y no de manera natural me parece terrible. Ya,ya, es lo que hay...pero no hay derecho y no entiendo cómo la gente se comporta de esta forma.

Un besósculo indignadósculo!

amelche dijo...

Si la gente fuera un poco más civilizada, no harían falta ni leyes, directamente te llevarían al sitio y punto. Tanto pasarse la pelota de quién tiene que ir a acompañarte es una vergüenza.

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