sábado, 17 de enero de 2009

Un trozo de mi pueblo

EL ÁRBOL DEL RÍO MANZANO

¿Quién de los que vivimos la niñez en nuestro pueblo no recuerda aquellas tardes veraniegas en que merendábamos en el Plantío o la Carreduela? Era una época en la que los mayores segaban y las piezas daban su fruto, el aire se preñaba de polvo seco, el color teñía de oro el paisaje y nosotros, los chicos y chicas, sentíamos la libertad de poseer el tiempo. Jugábamos a constructores: hacíamos cabañas en las cunetas de la carretera o en la copa de algún árbol frondoso. El Añamaza y el Manzano veían fluir las aguas, hijas de las nieves invernales y las lluvias primaverales, además de albergar en su seno cangrejos, de los de verdad, y algunos otros pececillos. De todo aquello ha quedado un testigo mudo, el árbol del río Manzano. Es viejo ya, pero ahí sigue, resistente e inmutable. Me gustaría invitaros a que os paráseis un instante delante de él y fijáseis la vista en alguno de sus pliegues nudosos. Son éstos las hojas de un libro que dio cabida a aquel mundo de juegos, fantasías y travesuras.
¿Cómo nació? ¿Cuándo estuvo enfermo? ¿Qué recuerdos tendrá?
Yo he posado mis manos en su corteza. Estas manos que para mí son la luz y el vínculo con el mundo de los sueños, de las formas. Estas manos prestas a combatir el desaliento. He recorrido las líneas de un mapa que me ha conducido a todos sus rincones, lugares de fantasía. El Árbol me ha hablado. Tiene como una voz de guijarros que ruedan arrastrados por la yasa.

-¿Quién se ha detenido aquí? ¿Qué manos rozan mis arrugas centenarias?
Al principio me ha sobresaltado esa voz cascada que brota del interior
del tronco. Me parece increíble. ¿Me habrá afectado el calor? No puede ser, pero es que no hay nadie más por allí. La voz se oye desde dentro de la grieta que siempre creí habría sido provocada por algún rayo y que ahora descubro que es la boca del árbol.
-Soy alguien que recuerda su infancia. El tiempo ha volado como en un soplo y no he podido resistirme a acariciar este vínculo con mi pasado, y con el de tantos otros que fueron niños.
-Ya a nadie puedo contarle mi historia. Nadie se sienta en ese puente con los brazos sujetando las rodillas y dejando vagar la mirada, yo qué sé adónde. Y es que claro, todos se fueron a lugares más ricos, más grandiosos, en busca de oportunidades. Las tórtolas, las codornices, los mirlos, las lechuzas me han traído sus noticias. Y no creas, no todos los que se fueron encontraron la felicidad ansiada.
-¿cómo es que puedo entender lo que dice? Yo trepé por su tronco, me apoyé en sus ramas buscando la más alta, anhelando ir más allá y jamás supe, ni nadie supo nunca, que usted hablase.
-Es que la soledad me ha hecho parlanchín y tú has abierto los oídos. Otros también me escucharon, pero creyeron oír al viento del solano con su ulular. Pero no, era yo que necesitaba de su compañía. Sí, es verdad. Ya no viene nadie a jugar sobre mi cuerpo, ya no escucho los sueños ni las aventuras de nadie. Me siento solo. Querría morir, pero aquí sigo.
-Es un regalo que me hace. Cuántas cosas no guardará. ¿Querría contarme alguna de ellas? Yo le prometo que no las olvidaré.
-Ah, pero creerás que soy loco, ya viejo. Aburrido. Me dicen mis pájaros amigos que ya no se escucha a los ancianos, que se les deja… Pero si quieres, tenemos tiempo; cómo no.
El sol empieza a declinar, una bola de fuego asoma por las Sazas. Los grillos afinan su melodía y el ambiente se ha detenido.
-Hace muchos años me contó una venerable lechuza que fui plantado para celebrar que la astucia había vencido a la violencia, gracias a la intervención de un anciano y un niño, y que los hombres malvados fueran derrotados allá lejos, al Norte, en el Gurugú. Que me plantaron aquí porque ésta era la frontera del poblado. La semilla fue traída por un personaje que venía de lejos. Llegaba cada año con sus mercaderías extrañas, orfebres, telas, licores, y sobre todo traía historias lejanas de gentes maravillosas, animales increíbles, romances. Su llegada coincidía con el final de la cosecha, cuando se festejaba a la diosa de la fertilidad con danzas y ritos, acompañados del brebaje que les unía a los dioses. Les dijo que esta semilla venía de muy lejos y que, allá donde era plantada, la vida se rendiría ante su fruto. era símbolo de eternidad. Parecía traer otro prodigio más, cómo no lo iban a creer después de haber sabido de la venganza que Obeck había sufrido.
Y aquí crecí. Los tiempos fueron cambiando. Contemplé cómo pasaban los años, mi tronco engordaba con nuevos anillos, las cabañas de paja y adobe dejaron paso a hogares de ladrillo y tejas, supe de gentes que peregrinaban en dirección a una tumba de alguien cuyos restos habían sido trasladados en una barca de piedra hacia el Fin del Mundo, un tal Santiago. Y vi cómo los pastores conducían a su ganado hacia los pastizales de ahí arriba. El poblado de los brunos fue sepultado por la maleza y el devenir del tiempo, y nuevos moradores cruzaron la frontera. Trazaron calles y casas de tres pisos, algo inaudito, pero sus gentes siguieron pasando a mi lado, tal y como dijera aquél que me trajo. Aguanté la helada, las tormentas con sus rugidos y algunos fuegos. Fui horadado por gusanos hambrientos, pero también sobreviví a ellos. Mas, ahora ya no me quedan fuerzas. La soledad es la peor de las plagas. Siento cómo la madera se deshace y sé que ni siquiera servirá para calentar a algún anciano en la lumbre.
Noté que mis manos se humedecían con una película viscosa, pero fría. ¿Serían sus lágrimas? ¿acaso se me mostraba esa madera en descomposición? ¿Qué podía hacer?
-Siento que el tiempo se agota.
-Entonces, ¿no se cumplirá la profecía de aquél contador de historias que le trajo hasta aquí?
-Sólo si vuelven los niños a jugar sobre mis ramas, a escribir en este tronco apergaminado el dibujo de sus ilusiones de primeros amores; sólo entonces la vida volverá a fluir por mis entrañas, la savia refrescará mi amargura.
La voz, que había ido debilitándose enmudeció. El silencio y la noche se adueñó del lugar. En mi estómago se había alojado un nudo opresivo. Aún así quise mirar al cielo y sí, a lo lejos noté un destello de esperanza. Mis ojos velados, por un instante, creyeron ver. Vislumbraron un relámpago… ¿qué se encerraba dentro de él? ¿tal vez los signos de un futuro para nuestro pueblo? Volví a sentir un calor vivificante que, sí, de nuevo venía de ese chopo centenario.

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