Esta estampa de pueblo está extraída del libro “Cuentos de un pueblo con picota” de Eutiquio Cabrerizo.
A mí me ha emocionado, espero que vosotros os guste también.
En otoño muchos días amanecía lloviendo y llovía sin parar mañana y tarde. Era una lluvia mansa y desganada que caía sin descanso levantando pequeñas ondas en los charcos, y mi hermana pequeña y yo mirábamos caer las gotas con nuestros hijos de niños inquietos asomados a la puerta de casa.
A ratos lucía un sol un poco turbio que se abría paso entre los jirones de las nubes, encendiendo destellos de luz entre el barro, pero lo normal era que el cielo tuviese color de vellones cenicientos o negros tendidos muy bajos en el aire y que la lluvia y el frío nos retuviesen arrimados a la lumbre o mirando hacia la calle, esperando que escampase. En las bocacanales de los tejados, la gente ponía calderos para que recogieran el agua de lluvia luego se aprovechaba para dar de beber al ganado.
Una mañana aparecían por el camino viniendo de lejos rebaños grandes y pequeños de bueyes y vacas que atravesaban el pueblo y los mirábamos pasar, asombrados de pie en el quicio de la puerta, mientras nuestra abuela nos vigilaba sentada en su silla baja haciendo, con agujas de tejer, calcetines de lana. Algunos eran bueyes viejos y tenían el andar pensativo y sopesado. Otros eran novillos y se desmandaban un poco, dándose topetazos o amagando brotes de escapada que cortaba el vaquero con su vara larga. Algunos llevaban una manta negra para que no se mojaran con la lluvia y a otros les caían las gotas en el lomo y resbalaban por su cuerpo hasta el suelo.
---Mira abuela, una vaca negra y blanca. Ahora pasa un toro muy grande con una soga atada a los cuernos.
Mi hermana, que acababa de cumplir ocho años, daba saltos de alegría y batía palmas.
--NO salgáis, no salgáis. Ten cuidado de Elenita para que no salga.
Vestida de negro desde las alpargatas que calzaba, hasta el pañuelo que le tapaba la cabeza, mi abuela hablaba poco y se pasaba el tiempo moviendo los labios como si viese una sombra o estuviese rezando. Sus manos sarmentosas zurcían calcetines viejos o manejaban las agujas casi sin ruido, haciendo otros, siempre negros. De vez en cuando se levantaba para mirar el puchero puesto a la lumbre y volvía enseguida con su cara seria y sus ojos nublados llenos de tristeza.
Vacas. Llueve. Vacas y bueyes. Sigue lloviendo, manadas interminables de bueyes y vacas que pasaban. Siempre la lluvia. Más y más vacas.
Mi hermana se llamaba Elena y mi abuela tenía la memoria desmadejada por los avatares de la vida y la confundía con su primera hija, hermana mayor de mi padre, que se llamaba como ella y desapareció teniendo ocho años una mañana lluviosa de otoño, sin que nadie pudiese dar razón de ella.
Llueve. Bueyes y Vacas. Siempre lloviendo. Siguen pasando manadas interminables de vacas y bueyes, recorriendo el camino hacia la feria. Hace frío y llueve. A mí me daban algo de pena aquellos pobres animales pasando frío y mojándose.
En mi familia, cuando yo era pequeño, todavía se hablaba en voz baja de aquella niña antigua de la vieja fotografía desvaída sobre la cabecera de la cama de mi abuela. Dicen que era guapísima y muy alegre, aunque a veces se hundía en silencios profundos de los que era difícil arrancarla. Tenía los ojos verdes muy claros como agua que se transparenta y el pelo del color del trigo cuando íbamos a segarlo. Le gustaba pasear sola por el campo recogiendo flores para hacerse collares y si llegaba hasta el puente se quedaba horas y horas mirándose en el agua.
Parece que una vez el Rufino, que era pastor, igual que lo fue su hijo, la encontró asomada a la laguna de La Pleira rumiando pensamientos sombríos y la apartó de allí para que no se tirara.
Si dejaba de llover, salíamos a jugar a los charcos, saltando por encima de ellos, poniendo piedras para atravesarlos o abriendo surcos con palos para que corriera el agua. Vacas. Bueyes y vacas yendo a la feria de San Esteban. Siempre la lluvia. Más y más vacas.
El día que desapareció, la estuvieron buscando todos por el monte, recorrieron el río hasta el nacedero,, miraron en todos los pozos de los huertos, gritaron su nombre del cierzo al solano, del regañón al ábrego y nada. Al caer la tarde, alguien recordó que aquella mañana había sido la pasada de la vacada a la feria y que había visto a la niña siguiendo a una vaca blanca como si tirasen de ella con una cuerda.
--Mira, mira abuela; una vaca como la nieve de blanca. ¿Puedo salir a tocarla?
Y yo sentí un vuelco en el pecho y cogí muy fuerte de la mano a mi hermana.
-- Elenita no salgas.
En otoño muchos días amanecía lloviendo y lloviendo y llovía sin parar mañana y tarde.
viernes, 18 de abril de 2008
Tiempo de lluvia
Publicado por Alberto en 11:57 a. m.
Etiquetas: Relatos
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3 comentarios:
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Buenas tardes caballero de la fria y gelida Soria... ya estamos en primavera y es normal que en abril las lluvias mil... que pases un feliz finde, un beso y nos leemos adeu...
Yo, como soy de donde sólo llueve una vez al año, tengo pocos recuerdos infantiles con lluvia. Los recuerdos de lluvia son, sobre todo, de adulta cuando viví en Irlanda.
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