Escribo este cuento pensando en mi sobrina y con el ánimo de haceros evocar momentos dichosos que, ojalá, tengáis la gentileza de compartir conmigo.
Que os guste.
---Vamos, abuelo. Ya llega nuestro tren. Ya verá qué bonito es y qué viaje más bueno va a tener.
---Ay, hija. Mi tren está ya a punto de llegar a su última estación. Una estación negra, destartalada y vacía.
---Pero, ¿por qué se pone así? Déjese de bobadas, si a usted aún le quedan muchos viajes por hacer.
--No, hija. Querida niña. Sólo me quedas tú para acompañarme, pero ya ni viaja conmigo tu abuela, ni los amigos… Será un tren muy nuevo y muy moderno, y todas esas cosas que tanto os gustan a los jóvenes, mas, qué quieres que te diga. Me gustaban más los de antes, aunque fueran lentos, olieran a carbonilla o tuviesen los asientos de madera.
El abuelo, con su chaqueta de pana negra, su gorra calada y su bastón deja vagar una mirada triste, perdida en los recuerdos.
La nieta, Susana, pone calidez en la voz y se nota en ella gran afecto por ese hombre que tiene a su lado.
A ella no le importa que sus amigas le digan que pierde el tiempo, que lo pasaría mejor yendo de marcha o de compras. Ella dice que no, que su abuelo es lo que más quiere en el mundo y que ya que no conoció a sus otros yayos, que quiere regalarle su cariño y el apoyo de un brazo joven y fuerte que le sostenga la soledad y la tristeza.
Y es que don Ramón hace ya años que le robó el corazón. Con su voz serena, sus historias y dichos, sus juegos y propinas de los domingos la había cautivado. Era un abuelo de cuento, de los que uno nunca olvida y que se hace cómplice de tus miedos, de los primeros amores y en quien depositas los más atrevidos sueños.
Había trabajado como guarnicionero con manos expertas, hechas a pulso firme de la constancia y la paciencia, para crear herrajes, talabartes, cinturones y adornos, primorosamente repujados. En el taller había pasado las horas entre leznas, punzones y clavos.
Y las noches, junto a su Amalia, las dedicaba a leer el diario, calentarse en la lumbre y fumar pitillos que liaba con esas mismas manos expertas.
Mientras, su mujer, Amalia, cosía, preparaba el puchero y cabeceaba pensando en que su Ramón tal vez no la mereciese, que era demasiado hombre para ella, tan poquita cosa, tan pequeña.
Los altavoces de la estación anuncian la próxima llegada del tren AVE con destino a…
La gente parece nerviosa, se aproxima al lugar de embarque. Parejas que se despiden con besos de cine, Los niños que corretean alegres ante la aventura, ejecutivos que regresan a casa…
---Mire, abuelo. Qué señoritas tan simpáticas nos van a pedir el billete, qué guapas y qué sonrisa más alegre. Y qué bien van vestidas.
---Sí, no están nada mal.
Una pequeña lucecita se ha encendido en la mirada del viejo.
---Son mozas de postal. Aunque tu abuela también era guapa, no te creas. Era una muñeca, pequeña, delicada y con la piel de nácar. Y eso que siempre decía que no debía haberme casado con ella. Que otras podrían haber sido más dignas de mí. Eso no era verdad. Yo la quería con toda el alma y cuando murió mi corazón se fue con ella.
---Si usted la quiso tanto, debió de ser una gran mujer.
---Sí que lo fue, sí. Qué pena que tú casi no puedas acordarte de ella.
El primer viaje que hice en ferrocarril fue cuando la feria de artesanía en el cincuenta y nueve. El Manolo y yo Fuimos a aprender técnicas nuevas y ver qué novedades se impondrían en los años siguientes, ya los sesenta. Nos duró casi un día entero, con paradas, gente que subía, bajaba, mujeres con cestos llenos de hortalizas, labradores con la piel curtida… Fue largo pero se nos pasó en un soplo. Compartimos pan blanco de hogaza, chorizos, tortilla de patatas y rosquillas. Y, claro, buenos tragos de vino de la bota. Ah, qué bueno sabía todo. Aunque la vuelta fue mejor aún, porque volvíamos a casa y quería ver que cara pondría tu abuela cuando viese el regalo que le llevaba: ¡una cafetera! Cuánta ilusión le hizo. Se la quedó mirando y dijo: “marido, yo no voy a saber utilizarla”. Que sí, mujer; que sí, que ya verás qué café más rico saca, con espumita y todo.
Una lágrima furtiva rueda por la mejilla, perdiéndose en el mapa de las arrugas de don Ramón, esas líneas que marcan una vida entera.
Susana le da un beso fresco y musical que pretende hurtar esa lágrima para sí y disimular la pena por saber que él tiene razón, que pronto su abuelo ya no necesitará de su compañía y de su risa.
---Pues, mi primer viaje en tren fue a ver al tío Alberto. Recuerdo que no dejaba de mirar por la ventanilla al ver cómo íbamos en pos del paisaje, pero cuando parecía que lo íbamos a atrapar se nos escapaba veloz. Y recuerdo a aquella señora que me regaló un trozo de pastel de chocolate. Era una señora con el pelo blanquísimo y parecía muy buena. No he podido olvidar aún la ilusión que me hacía ir en tren y pasar el día junto al tío.
---Ay, hija. Tú siempre tan buena. En vez de hacer el viaje con las amigas o a la playa, lo hiciste para regalar tu compañía. Qué felices nos has hecho siendo como eres y qué orgullosos.
---Bah, abuelo. Si yo es como mejor me lo paso. Y leyendo, eso también. Soñando con historias lejanas y de príncipes y princesas.
Ya les toca el turno para subir al tren. Delante de ellos va un matrimonio joven con un bebé en un carrito. Para éste también será su primer viaje.
Se han acomodado en los asientos mullidos, amplios. Cada uno calla. Deja vagar su mirada, perdida. ¿Adónde les conducirá el destino?
viernes, 16 de noviembre de 2007
El primer viaje en tren
Publicado por Alberto en 7:52 p. m.
Etiquetas: Relatos
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