domingo, 22 de marzo de 2015

El único abrazo de amor para un hombre solo



Buena noche de domingo:
Con mis mejores deseos de que tú sí tengas la dicha de poseer abrazos de amor, comparto mi último cuento.
Con cariño.
Un abrazo grande, uno o mil, pero ni el único ni el último.

El único abrazo de amor para un hombre solo

Leoncio Pérez es un hombre solo. Mayor ya, resiste el paso del tiempo con una honestidad a prueba de rechazos. Hace su trabajo con la profesionalidad de quien ha dedicado toda una vida a cumplir sin más opción ni tacha.
Siempre aseado en el vestir y digno en el andar.
Lo intentó durante mucho tiempo pero nunca consiguió descubrir quien le quisiera. La razón nunca la supo. No era feo ni malencarado, no concebía el mal, no era mal conversador.
A lo largo de los años había ido viendo cómo pasaban por su vida mujeres que siempre rechazaron sus pretensiones, acaso demasiado caballerosas. Quién sabe.
Habría deseado tanto gozar de los abrazos de amor de los que sus compañeros de trabajo siempre presumían… Habría disfrutado tanto queriendo a la mujer de su vida…
Llega el día de la jubilación de Leoncio. Le harán la inevitable fiesta de despedida y pensarán en hacerle algún regalo a la altura de sus muchos merecimientos. Dudan qué pueda ser y lo mejor que les parece es un bono de fin de semana con todos los gastos pagados en una casa rural de lujo. A él siempre le atrajo el campo y sin duda que le gustará, pese a que lo ideal sería que lo disfrutase en compañía.
-Bueno. Muchas gracias os doy por vuestro regalo. No sé si debería aceptarlo, pero lo haré por si aún hay una oportunidad para este viejo solitario. Os echaré de menos, vagabundo eterno de días sin fin.
El lugar concertado por sus compañeros es espléndido, ubicado en un entorno idílico, tranquilo aunque sí hay más clientes que él.
Da una vuelta por los alrededores, disfruta de una suculenta cena, lee un rato y se va a la cama, solo como siempre.
Entra en la habitación, una cama grande, alfombra mullida, muebles cálidos y detalles confortables.
Abre la puerta y casi no puede creerlo.
Alguien está esperándole. ¡Es una hermosa mujer!
-Leoncio, sé que te llamas Leoncio y sé que siempre me buscaste. Soy la mujer de tu vida.
-¿Cómo? Que… quién…
Esta noche es para ti, ésta y el resto de noches de tu vida seré para ti.
Leoncio no puede creer lo que escucha y ve. Una hermosa mujer madura, ataviada de una gasa blanca, rostro limpio, moño alto.
-Ven, Leoncio. Ven a mí. Déjate abrazar una y mil veces. Sé cuánto deseaste un abrazo de mujer. Hoy yo te ofrezco, no uno, si no mil.
Cómo podría haberse resistido aquel solitario viejo jubilado a no ceder a la tentación de refugiarse entre aquellos amorosos brazos, entre aquel cálido pecho.
Leoncio nunca despertará. Poco le importó que cuando aceptó el abrazo la piel de aquella mujer fuera como de mármol, fina pero fría. Que los pechos no se adaptaran a su presión hambrienta de amor.
Leoncio no despertó.
¿Quién era aquella mujer?
Si se hubiera presentado con su guadaña y su rostro descarnado nadie, ni siquiera el bueno de Leoncio, lo habría dudado. Pero al verla tan fina, tan galante y receptiva…
Y, sin embargo, aquella buena mujer, aquella en cuyos brazos, todos antes o después acabaremos, quiso abrazar a Leoncio de manera especial para que, por última y única vez supiera qué se siente al ser abrazado con amor.
Nunca podremos saber si el bueno de Leoncio pudo o no saberlo. Lo cierto es que, a la mañana siguiente, cuando lo encontraron sin vida, todo en él emanaba paz.



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