Lo sabéis, ¿verdad? Hoy el cielo cuenta con un nuevo Artista
y, por ello, ha amanecido con sones de fanfarrias y campanillas: Miliqui es ya
su payaso favorito que se unirá a los otros grandes del Circo que, a quienes
allí viven, ilusionan y divierten. El País de los Sueños cuenta desde hoy con
otro habitante de lujo. Vaya en su recuerdo mi relato de este domingo.
Por tantas veces como alegró nuestras vidas con su humor y
su música, por dedicarle una canción a Susana y por formar parte de mis
recuerdos de infancia que no hedejado de ver, pese a la ceguera.
Que estéis bien y disfrutéis de una buena semana.
¿Cómo se vestiría esa tarde? Iba a ser su última actuación y
quería que fuese de las buenas.
Elegiría el traje de sultán de “Las mil y una noches”? ¿O el
de Napoleón? ¿O, incluso, el de galán? No, no; se vestiría con la peluca que,
una vez fue mocho de fregona; se calzaría la zanahoria, que alguien especial le
regaló para que su vista fuese buena (pero si era ciego), como nariz; y se pintaría los labios con el carmín de la
sonrisa de niño. Una túnica con estrellas de colores y unos zapatos como los
del gigante Mazaparín serían los complementos ideales a esa indumentaria de
lentejuelas.
Una vez, hace muchos años, quiso ser como Charlot. No tenía
ni bombín ni paraguas ni el cine negro existía ya.
Otra vez, soñó con emular al Gran Faquir pero ni disponía de
cama de cuchillos ni sabía hacer fuego.
Y aún pretendió más: ser malabarista con bolas y palitos. Lo
intentó, se le caían a la primera.
¿Qué le quedaba, entonces? ¿Ser un gris oficinista leguleyo
o limitarse a sellar cartas que no serían nunca para él?
Así creyó que transcurriría su mísera existencia hasta que, encaminándose
en dirección a su trabajo, bastón en ristre, se topó con una niñita que lloraba
porque su mamá no estaba. Se paró y le hizo unas cucamonas. La niñita barbotó
sonrisas de azúcar. Se sintió feliz.
Y otro día, vio en un banco a un anciano. Estaba solo,
lloraba también. Le representó un entremés cómico y aquél tornó llanto en risa.
Más aún, otros se sumaron al espectáculo.
Ya estaba: lo había descubierto. Sería payaso. Haría reír,
aunque por dentro, llorase. Regalaría luz pese a no ver; inventaría comicidades
de histrión, le pesara a quien le pesase.
Sesiones aquí y
acullá en las que había sido cómico, maquillado con la cosmética de la burla,
ocultando tristezas de su siempre solitario corazón. Le habían aplaudido, sí;
vitoreado, incluso. Sentía que algo había hecho, aunque no lo bastante.
Apareció en televisión, fue protagonista de portadas de
revista y hasta premios le dieron.
Y esa postrera tarde,
tan decrépito él, tan cansado de hacer reír, tan viejo ya, quería irse. Dejarlo
todo y partir. ¿Es que no sabían que ser payaso agota, que te deja sin fuerzas
al terminar?
Pero, si era él quien había elegido ser animador. Claro, sí.
Mas, ¿a él quién le animaba?
La actuación tocaba a
su fin, el telón caería y ya nada permanecería.
-Disculpe.
Alguien alzó la voz desde las butacas.
-¿Qué? ¿Quién?
-No me recuerda, ¿verdad? Han pasado tantos años… Yo fui una
niñita a la que alguien hizo reír cuando lloraba.
Otra voz más anunció:
-Mi padre me contó que un desconocido le había alegrado
cierta tarde, que le hizo feliz cuando estaba triste. Yo vengo hoy aquí a agradecérselo.
Un coro al unísono comparte
lo que aquel pobre payaso había dejado en sus vidas.
Y el pobre payaso, el jubilado de la vida, por una vez no
hizo reír. Habló sin máscara ni maquillaje. La voz se le quebraba con llanto
emocionado al contar cómo se sentía durante su última parodia , cómo se había
sentido tras todas las actuaciones: triste, solo, vacío, frustrado.
La otrora niñita
subió al escenario para abrazarle. Uno tras otro hicieron lo mismo, le cogían
las manos para pasarlas por sus rostros, le expresaban su deuda.
¿Qué mas daba que la peluca se le hubiese caído o que la
nariz de zanahoria no estuviese ya en su sitio?
El presentador del evento dejó que el público, su público,
uese en esta ocasión quien actuara devolviendo la risa al que tantas veces les
había regalado risa.
Hoy no sería como siempre, hoy no necesitaría de su bastón
blanco para volver a su casa vacía, hoy una hermosa mujer le cedería su brazo
porque él le dejó hace tantos años su alegría. Y más aún le ofrecería: le diría
que durante un rato, cada tarde que ella pudiese, casi todas, iría a buscarle
para contarle, para llenar su vacío y su soledad y su frustración y su ceguera.
¿Cómo no lo iba a hacer si ella…?
4 comentarios:
Un relato muy tierno, Alberto. No siempre su estado de ánimo acompañaba a sus chanzas, pero precisamente ese esfuerzo las hacía más valiosas... y te aseguro que quien sabe observar: cada pequeño gesto, cada pequeño detalle... lo recuerda y valora siempre.
Un abrazo afectuoso.
mi hermano, 14 años menor que yo, pasó su infancia viendo en tv el programa de gaby, fofó y miliki. después, lo miraron mis hijos. miliki era nuestro favorito.
abrazo, alberto
(y no es tristeza, son muchas ocupaciones que me tienen alejada de este universo)
Saludos Alberto: Aquí estoy, eh! no me pierdo ni uno de tus escritos. Besos. Pilar.
Rosa, que así sea, que se sepan valorar esos gestos y detalles porque hay veces que agota hacer reír, ¿verdad que sí?
Buenas noches y gracias por estar ahí.
A seguir con esa perspicacia.
Besos de luz.
Silvia, me alegro de que vosotros también siguierais a este genio del humor y la música, todo un Artista con mayúsculas.
Mucho ánimo y a seguir escribiendo.
Se te echa de menos.
Besósculos de primavera argentina.
Pilar, claro que sí, lo sé. Sé que sigues mis andanzas y me lees con mucho cariño.
Y por ello, te lo agradezco de corazón.
Como también agradezco que quisieras venir a conocerme.
Besos de luz también para ti y los tuyos.
Buena noche.
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