domingo, 3 de abril de 2011

En busca del jazmín gigante


Con mis mejores deseos de que tengáis una buena semana.
Que estéis bien.

A Piedad le pesaba ya hasta su nombre. Y es que estaba harta. Harta de que dijeran de ella que era muy buena, muy responsable y muy ordenada. Que todo eso debía estar muy bien para que sus padres presumiesen de hija ejemplar, pero a ella le acarreaba la consideración de ser el bicho raro de la clase, la excluida de pandillas, travesuras y amoríos.
Este sentimiento de fastidio había ido creciendo con los años. Al principio le gustaba que sus abuelos le recompensasen sus pequeños milagros de niña con peladillas y propinas. Luego, ya de adolescente, empezó a molestarle que sus amigas la criticasen y la tachasen de ñoña y repipi. Y ahora, en 2º de Medicina, la cosa era una pasada. No contaban con ella para organizar las fiestas de la facultad ni para montar las campañas de rebeldía contra causas perdidas ni para nada.
Que vale, que ella soñaba con sus proyectos de cooperante en calcuta o con el descubrimiento de algún fallo genético en el desarrollo de tal o cual enfermedad y poder así hallarle remedio. Pero de ahí a que la marginaran, eso era demasiado.
Había tratado de cambiar, de actuar de forma diferente, de ser como los demás. ¡Pero no había podido hacerlo!
Ese sábado estaba particularmente mohina. Sus padres la habían dejado de ama de casa y ella, para no variar, no tenía ningún plan. ¡Qué asco! Y encima la primavera acababa de empezar con su apoteosis de luz, colores y fragancias.
¿Qué hacer? ¿Quedarse en casa tirada en el sofá rumiando su tristeza? ¿Salir? ¿Adónde? ¿Para qué?
En fin. Cogió un libro cualquiera, se puso los primeros vaqueros y camiseta que encontró y se fue al cercano Jardín Botánico. Allí nadie la molestaría y esperaba que, como en otras ocasiones, su alma hallaría esa paz de la que tan necesitada estaba.
Se adentró en el parque. Buscó un banco donde dejar los bártulos y sentarse. La verdad es que sí, se estaba muy bien allí. ¿Qué le importaba a ella que no fuese como otros parques en los que bicicletas y patines fuesen los protagonistas? Allí había silencio y ausencia de pandillas que le recordasen su exclusión.
En esas estaba, tratando de dejar atrás melancolías bordezuelas cuando oyó un rítmico toc toc toc. Levantó los ojos de la página que la tenía atrapada y ¿qué vio?
Un ciego que andaba paloteando de acá para allá. Parecía bastante despistado. Se dijo que tendría que ofrecerle su ayuda. Al principio lo dudó porque, ¿y si también aquél la rechazaba? Que alguna vez ya le había pasado: haberse lanzado y recibir por respuesta un "déjame en paz, niña".
-¿Necesita ayuda, caballero? ¿Quiere ir a alguna parte?
-Uff, menos mal. Gracias, guapa. Es que me han hablado de que viniese para oler un jazmín gigante que hay aquí. Y esto es un lío para mí porque no hay ninguna referencia. ¿No sabrás tú dónde está?
-Ah, sí. Si es muy famoso. Venga que yo le llevo. Si no le molesta, claro.
-Noo, qué va. Y encima con una ayuda tan guapa y tan simpática, quién va a decir que no.
-¿No le importa que le coja del brazo?
-No, qué va. Aunque lo correcto es que te coja yo a ti porque tú eres la que ve. Pero, como quieras, como mejor te vaya.
-Tenemos que subir unas escaleras.
-Ah, bueno. Lo que haga falta. Que soy todo terreno, como las cabras.
-jejeje. Vaya humor que tiene.
-Qué vas a hacer, hija. Al menos, el humor que no nos falte.
-Bueno, ya casi estamos. Pero antes, dígame una cosa: ¿por qué me ha dicho guapa si no sabe si lo soy o no?
-Ah, porque tienes una voz muy bonita, llena de matices, y como agradecimiento por haber querido ayudarme. Y porque siento que debes serlo.
-Uy, qué va. Soy muy normal; de guapa, nada. Bueno, yo qué sé. Todos dicen que soy un bicho raro.
-Vaya, a mí también me lo dicen. Así que ya somos dos. ¿Por cierto ese aroma dulzón y fresco a un tiempo, es lo que emana el jazmín?
-Sí, y eso que aún no está en plenitud, que acaban de salirle los primeros brotes nuevos. No sé, igual quiere quedarse solo y le estoy molestando.
-Que no, que no. Además, luego tengo que encontrar la salida. Y no tengo ni idea de por dónde se va. A lo mejor el que te está molestando soy yo a ti. Ah, y dime de tú que ya sé que me voy haciendo viejo, pero aún así, a uno no le gusta que se lo recuerden.
-No, si es sólo la costumbre.
Los dos solitarios se abstraen, mientras se dejan embriagar por un perfume magnífico.
-Sí que ha merecido la pena la excursión. Ya puedo decir que he tenido suerte. Entre lo a gusto que se está aquí y lo bien acompañado que estoy, vaya lujo.
-Más bien creo, que la que ha tenido suerte soy yo. Que no estaba muy animada y usted, bueno tú, y este olor han hecho que ahora me sienta mejor.
Si te apetece, damos un paseo y me cuentas. Yo qué sé si puedo ayudarte...
Tiempo después, han acabado tomando algo en una terraza cercana compartiendo sentimientos e ilusiones. El uno le ha hablado de sus viajes y cómo disfruta de ellos, de su gusto por escribir, de su afán por superarse. Y la otra le ha contado los problemas que le trae el ser como es, sus sueños, su forma de pensar.
-Chica, ya sé que es fácil decirlo; pero sé tú misma. La experiencia me dice que, al final, merece la pena y que siempre se encuentra a alguien como tú, a amigos. Créeme, sé de lo que hablo y te entiendo.
-Ay, ojalá tengas razón. ¿Querrás que te llame alguna otra tarde?
-Claro, faltaría más. Y si te apetece pasear, a otras amigas mías y a mí, nos gusta hacer senderismo, pero muchas veces no podemos al no tener quien nos acompañe. Así que...
-Ah, guay. Que me encanta la naturaleza. Bueno, ya estamos en la boca del Metro. ¿Seguro que te apañas bien?
-Sí, sí. Cuídate y ya sabes... cuando quieras me das un toque.
-Déjame que te dé un par de besos, que me ha hecho mucho bien el haberte encontrado. Y gracias. De verdad.
Ella marcha para su casa mucho más animada. Y él se sorprende de lo que le ha pasado esa tarde de sábado. Se dice que, como en tantas otras ocasiones, la realidad supera a la mayor de las ficciones.

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