domingo, 10 de abril de 2011

El atraco frustrado


Otro domingo más, otro cuento más. Que estéis bien y con buen ánimo para afrontar una nueva semana.

Una alcancía de barro cocido en color negro, ribeteada de incrustaciones doradas, era el último curioso objeto que le quedaba a Paula de la tienda heredada de su padre, un establecimiento que fuera famoso por los artículos de artesanía que en él se dispensaban y al que siempre había acudido el mejor de los públicos en busca de regalos y motivos decorativos para sus casonas y palacetes.
Ella había sido la heredera del negocio por su maestría creadora, eligiendo los colores que mejor se acomodasen a las características de su clientela y por sus naturales dotes de trato amable.
Sus hermanos no quisieron saber nada de la tienda. Se limitaron a reclamar la parte económica que les correspondiera y buscar nuevos horizontes.
Pero Paula se negó a dejar que se destruyese tanto esfuerzo volcado por su progenitor. Se adaptó a los nuevos tiempos y se empeñó en seguir adelante.
Era cierto, ahora todo había cambiado. Ya nada quedaba de la solemnidad de antaño. Las figuras, los joyeros, los jarrones, los búcaros y cuantos otros tesoros que su padre suministraba habían dejado paso a collares, anillos, pulseras y otras menudencias de bisutería. A ella no le importaba que algunas chismosas la criticasen por no haber seguido fiel al pasado. Pero es que ella no podía. Ni tenía el talento y los contactos de su padre ni la economía se lo hubiera permitido.
Iba tirando. Sobrevivía aceptablemente. No se quejaba porque, mal que bien, se había hecho un hueco entre la gente joven. Su especialidad eran, claro está, los abalorios hábilmente engarzados en piezas modernas y alegres.
Hasta que un día, a punto de cerrar ya, con la céntrica calle comercial donde se ubicaba la tienda Regalos Íñiguez, desierta, entró un hombre adusto, ataviado de ropa limpia pero algo pasada de moda.
-Vengo buscando al señor Ramón.
-¿El señor Ramón? ¿Quién pregunta por él?
-Soy Abelardo Quiñones. él siempre me proporcionó los mejores presentes para mis galanteos amorosos. ¿Quién es usted, señorita?
-Soy su hija. Él murió hace dos años. De todas formas, tal vez, yo también, pueda ayudarle como lo hacía él.
Al recién llegado le relampaguearon los ojos con chispas de codicia. Sabía lo del fallecimiento del artesano y también conocía quién le había sucedido. Pero, ¿conocería aquélla el valor de cierta hucha en la que se guardaba un documento único? Él siempre quiso comprarla. mas Ramón siempre se negó aduciendo que le pertenecía a su hija, que ése sería el nexo que les uniría para siempre.
-Quería, en este caso, un regalo especial. Sé que su señor padre vendía unas alcancías muy hermosas. ¿Le quedan aún?
-Lo siento. Yo ya no vendo ese tipo de productos. Si le interesase una pulsera o un colgante, quizás encuentre lo que busca.
Abelardo nada dijo. En cambio, extrajo del interior de su chaqueta un fino estilete que brilló al par que los ojos del recién llegado.
-Vamos, _siseó_. Dame la alcancía que tú y yo sabemos.
Ella se negó. Él se abalanzó con la fuerza que imprime el deseo brutal y cuando comenzaba a apuñalar el cuello de Paula, Sultán, el fiel mastín que tanta compañía y afectos le deparaba se abalanzó sobre el atacante. El perro había acompañado fielmente los últimos tiempos de Ramón cuando éste ya sólo quería que pasase el tiempo cuanto antes para ir al encuentro de su amada esposa.
Paula se salvó sin apenas daños. No así el agresor, que resultó muy malherido.
Días después, se descubrió todo. La policía informó de que Abelardo, en realidad, se llamaba Abel Kinsley y era un forajido, en otro tiempo muy lejano, compañero de negocios de Ramón. Lo que contenía la alcancía, objeto de toda la peripecia era la identidad real de Abelardo y el destino que había elegido. Era la única prueba que le comprometía con un pasado que quería borrar. No podía permitir que algún día saliese a la luz y se descubriese la verdad acerca del origen, y pendencias, del ahora discreto caballero acomodado, eterno aspirante a desempeñar cargo como político electo.

1 comentario:

Mercedes Pajarón dijo...

Albertito, anda usted muy inspirado. Un cuento excelente que me ha hecho disfrutar.

Que tu miercósculo sea lo menos estresante posible! Besósculos animósculos! Mua!

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