Qué fácil resulta pasar, mostrarse ciego, cuando uno está ahito, saciado de sensaciones. Cuando uno se ha hartado, casi hasta el empacho, de caprichos, gustos y deseos satisfechos a la primera, es casi inevitable cerrar los ojos. ¿Total, ¿para qué mirar? Si ya lo hemos contemplado todo, disfrutado, poseído. Y, sin embargo, nos resulta difícil ser felices. Nada nos llena, todo nos parece igual, indiferente.
Nos resbala esa noticia que anuncia la violación de una niña, la mano implorante de alguien que suplica ayuda, cualquier novedad o regalo que recibimos.
Mas, frente a esto, ¿qué hacer?
Sí, eso es: dar valor a la diferencia. Saber que lo que nos rodea, lo que tenemos, encierra, en sí mismo,un misterio, una promesa de ilusión. ¿Por qué no querer ver esa diferencia? Seguro que, si nos empeñamos en ello, encontramos la chispa que nos devuelve esa felicidad que la indiferencia nos hurta de manera inmisericorde.
Os animo a que lo intentéis. A que sepáis ver que cada sonrisa que nos lanzan es distinta, que cada día a día está plagado de pequeñas piezas que componen un puzzle original, que quién sabe qué sorpresa nos espera al instante siguiente, a una llamada de teléfono o a un encuentro.
Ojalá que la indiferencia no ciegue nuestra capacidad de ver. La luz de lo diferente es esencial. Porque si no, ¿a qué fin fijarse en mí? Alguien que necesita de un bastón blanco para moverse, de voces robóticas para acceder a tanta información, de unos puntos que son letras o de un brazo amigo y unos ojos amables que le guíen y le muestren la belleza de una flor, una tarta, una obra de arte o una mujer.
martes, 11 de enero de 2011
El valor de la diferencia frente a la ceguera de la indiferencia
Publicado por Alberto en 9:26 p. m.
Etiquetas: Reflexiones
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2 comentarios:
Mi querido amigo, la verdad que eres un comilón, mira que ponernos a las mujeres al lado de una tarta; jajajajaj.
Me apunto a lo de seguir la luz de lo diferente. Hay cualidades que no tienen precio.
Besósculos juevósculos, mua!
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