domingo, 16 de agosto de 2015

El milagro de una copa de vino



Alguien dijo que el mejor vino no es necesariamente el más caro, si no el que se comparte. Frase muy acertada y yo por eso aspiro a compartir, porque sin ninguna duda, lo compartido sabe mejor. Así que si resulta que compartir hace que el vino mejore para ser mejor, jejejje, compartámoslo. Recordemos también aquello que otros cantaban: “vino Dios al mundo, ¿cómo vino? Como le convino…? jejejej
Y yo que desciendo de vinateros, no porque produjeran vino, si no porque lo vendieran y que además acabo de tener la dicha de haber encontrado en mi ciego caminar a Sabi Illán, una persona extraordinaria que ojalá engrandezca la parentela primera jejejjeej, quiero hablarte de milagros. Milagros que tienen nombre de recuerdos y ensoñaciones.
En mi casa siempre se habla de aquel vino que mi padre guarda desde 1952, que compró a 2 pesetas el litro y que no pudieron vender porque ya entonces resultaba tan fuerte, que los parroquianos por muy recios que fueran, hechos a las duras labores del campo no se lo quisieron comprar, así que lo conservaron en las cubas que lo traían de tierras manchegas. Y aún está en casa, guardado para ocasiones únicas como cuando mi hermano se casó o para personas merecedoras de lo especial. Días de fiesta.
No aquel vino, pero sí otro, quién sabe de dónde, era el que mi abuela Susana me empapaba en rebanadas de pan y lo endulzaba con azúcar. No, no por esto he salido alcohólico, jejejje. Lo que sí es que debió de fortalecerme la memoria porque no he podido olvidarlo aunque hayan pasado algo así como 40 años de aquello.
Otro vino memorable es el que una vez probé, allá por 1997 en Santander. Yo y mi espíritu viajero me llevaban a contratar a personas para viajar y, aunque pocas exsperiencias resultaron, la de ese año sí lo fue. Era Pilar, una arqueóloga tarraconense. Estuve tan a gusto con su trabajo que quise invitarla a una buena comida por aquellas tierras cántabras y el vino que ella eligió fue un Viña Esmeralda, magnífico. Ese mismo Viña Esmeralda que a mi hermana del alma, Merceditas, tanto le gusta. Así que otro vino para recordar. En este caso blanco.
Otros he probado y enlazados a momentos importantes como cuando al terminar el Camino de Santiago fuimos a cenar a una marisquería y el Alvariño fue su protagonista o cuando he quedado con mis amigos toledanos cabezudos, aunque digan que son cabeceños, el Prieto Picudo leonés del Húmedo barrio de las tapas, como el txakolí en el barco Urandere o el Oporto con nombre de fado y rubí. Tampoco faltan sangrías en terrazas estivales y tintos de verano que refrescan el alma y aligeran la lengua de tabúes y censores. Sin que olvide, claro, el del perolo de mi pueblo, endulzado con melocotón y que sólo se hace en fiestas en honor a san Pedro.
¿Y la copa? Que tenga que valer cualquier recipiente para beber esos vinos, sean de plástico o de vulgar cristal, no obsta a que me gusten las copas talladas, copas de fino vidrio bohemio que suenan al brindar como música angelical. Copas que se puedan tocar con relieves o copas que inviten a ser acariciadas con la mano alzándolas en sinceros y sonoros brindis… ya se sabe… “a los hombres, chinchín; y a las mujeres, chochón” jajajajajajajaj.
Pero Albertito, ¿Cuál es ese milagro al que se alude en el título?
El milagro es precisamente el compartirlo. Ese milagro mágico que se produce al brindar con una fina copa de rico cristal que contiene el tesoro de un Príncipe de Viana o un Viña Esmeralda. Sentir que los evocadores aromas y sabores son el puente que se establece entre las personas que brindan compartiendo, haciéndolo desde el corazón, anulando la distancia que hay entre ellas para fundirlas en mutuos deseos de felicidad y bien.
Ensoñaciones del Albertito… un sillón confortable, una música relajante, una mesa bien puesta, unas velas perfumadas, unas viandas exquisitas, un lugar, una compañía, la mejor. Un brindis con ese vino cuyo color reverbera gracias a la luz que atraviesa un cristal hecho a mano. Vino suave como la brisa del amanecer, coloreado con el rubor del enamorado, paladeado con la intensidad de ese beso que se da como si fuera a ser el último, sabiendo que como ése habrá muchos más, digerido con la calidez de quien reposa después del acto amoroso, asimilado como quien hace de un instante algo eterno.
Viña Esmeralda sabe a joya de frescor y dulzura, Príncipe de Viana simboliza la nobleza y la lealtad de aquel rey navarro que creó el título en 1423. Uno y otro son especiales para mí, pero en el “enouniverso” hay muchas estrellas dispuestas a iluminar ese milagro soñado. Barbastro y sus somontanos, Córdoba y sus amontillados, el Duero y sus riberas, Logroño y sus riojas, Toledo y los suyos, como también Murcia. Pero… ¿y los oportos y los burdeos y los chiantis?
Déjame sentir esa copa y ese milagro, déjame unir mi vino al tuyo y hacerlo uno para beberlo juntos. Déjame mirar a su través para soñar que veo las viñas que lo criaron, los aromas que lo engendraron, los colores que lo iluminan. Déjame soñar que eso que imagino ver, gracias al milagro de compartir, son tú, tu sonrisa y tu cariño y tu apoyo y tu comprensión hacia mí y mis ensoñaciones.
Chin chin… porque nunca falte en tu vida un duende travieso para tus ojos, un hada buena para tu risa y una ninfa  cómplice para tus amores.

  

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