domingo, 9 de agosto de 2015

Don Ramón Oller y su insaciable sed de saber



Buena tarde de domingo agosteño.
Continúo con esta serie de cuentos protagonizados por los valores. Si la pasada semana, el personaje principal era trasunto de Adela, el de ésta lo es de mi querido Penacho, todo un ejemplo para mí. A él y a su nieta se lo dedico. Con cariño.
Un abrazo de eterno aprendiz.

Relatos a la luz de los valores
Don ramón Oller y su insaciable sed de saber

Don Ramón Oller, a sus 70 años de edad no le importa que le digan que ya sabe bastante, que lo sabe todo. No le importa porque está convencido de que no es verdad. Su convicción es que el día en que deje de saber algo nuevo, será el día que muera.
No le entienden ni los que han sido alumnos suyos durante su trayectoria como  catedrático de Antropología Social y Cultural ni quienes le leen en el diario en que, semanalmente, escribe una columna divulgativa acerca de ritos y folklore como tampoco lo hacen sus familiares. Todos ellos creen que es hora ya de que se jubile, de que deje de estudiar. No, no pueden entender que un hombre tan sabio como él, que tiene publicados numerosos libros, que ha enseñado a tantos y tantos estudiantes su asignatura insista en que debe continuar aprendiendo lo que los distintos pueblos del mundo han ido acumulando en un bagaje cultural de miles de años.
Don Ramón goza de una posición acomodada y, criados como tiene ya a sus hijos, viudo como es y con el reconocimiento emérito del mundillo académico e intelectual más destacado, habiendo incluso recibido menciones honoríficas del más alto nivel, se empeñe en adquirir nuevos conocimientos, queriendo estar al día de las novedades.
Pero es más aún. Resulta que ha decidido matricularse en la universidad para empezar una nueva carrera. Lo ha pensado bien. Lo hará en alguna que no puedan reconocerle y se inscribirá en una, muy alejada de sus dominios antropológicos. Arquitectura es la elegida.
La sorpresa es mayúscula cuando le ven los profesores y alumnos el primer día de clase. Nada tiene que ver con la pinta azorada de los nuevos universitarios, con su juventud y energía. Parece un vejete trastornado, con su boina, su barba canosa y su gastado traje. Se sienta en un lugar discreto, no habla con nadie, se limita a tomar apuntes como buenamente puede, acostumbrado como está a recoger lo que le han ido contando los indígenas que iba entrevistando para sus tesis, las gentes mayores de los pueblos pequeños o sus colegas.
Pero a don Ramón no le importa que sus compis de clase murmuren sobre él. Lo que quiere es saber y saber más. Atiende como nadie las explicaciones de los profesores y está dispuesto a ser el primero en presentar los trabajos que les encarguen.
No, no es una cuestión de orgullo ni de locura. Es que no puede dejar de aprender. No podría asumir jamás el resignarse a dejar pasar el tiempo. Claro que eso de la nueva carrera…
-Papá, ¿no te habría valido con asistir a algún seminario o conferencia? Vas a ser la comidilla de la facultad.
-Hijo, a mí eso no me importa. Sé que podría saciar mi sed de conocimientos, escuchando cantar a los pájaros y jugar a descifrar su raza, hacerme catador de los sabores del mundo y conocer sus matices y texturas, memorizar nombres y nombres del universo con sus galaxias, parajes o lenguas. Lo sé, pero no me basta. Necesito ser arquitecto.
-Pero, papá. Que a estas alturas de tu vida no vas a construir ningún palacio ni catedral ni rascacielos.
-Que sí, hijo. Que ya sé que no voy a construir nada, pero es que quiero ser arquitecto. Ya sé que no pego nada allí, que la gente murmura sobre mí y todo lo demás. Pero, ¿es que acaso hago mal a alguien intentándolo?
Don Ramón siente que no le comprenden. Le da rabia que por el hecho de que se salga de la norma, le critiquen incluso sus hijos. No entiende por qué a quienes se dedican al culto del cuerpo no les critiquen y a él, que quiere cultivar su mente con el abono del saber, sí lo hagan.
No lo entiende, porque él que toda su vida ha estado aprendiendo, lo ignora todo sobre la envidia, la pereza o la calumnia. Y no es que no haya tenido enemigos a lo largo de su vida. Cómo no haberlos tenido si ha sido un hombre público a través de su cátedra, sus artículos y libros o sus éxitos. Pero ha preferido ignorar a los mediocres para aprender de los humildes, ha preferido ignorar a los envidiosos y calumniadores para apredner de los generosos.
Van pasando los cursos y contra todo pronóstico don Ramón Oller se gradúa como arquitecto. El graduado en arquitectura más viejo de la historia. Se siente como el chiquillo que hace tanto fue, el día que recoge su título. Nadie creía que lo conseguiría y, sin embargo, lo ha logrado. Es verdad, le ha costado mucho mucho porque ya sus neuronas no funcionan como lo hacían, su vista está cansada y sus manos temblaban a la hora de manejar planos y diseñar con el compás y la escuadra. Pero todo lo ha sorteado con empeño y determinación. Los profesores, admirados de su caso y más al conocer de quién se trataba, sentían la necesidad de facilitarle la tarea a la hora de aprobar las asignaturas, pero él les decía que quería ser como los demás alumnos. Reconoció, no obstante, que eso de manejar complicados programas informáticos no era para él, que él quería hacer las cosas con sus manos y su vista por muy gastadas, casi tanto como los trajes con que se presentaba a las clases, que las tuviera.
-Papá, ya tienes tu título. Ya te has salido con la tuya. ¿Dejarás por fin de querer estudiar?
-No, hijo. Seguiré estudiando como comeré y beberé, como me vestiré. ¿O es que quieres que me deje morir de inanición?
Don Ramón Oller se siente bien con su nuevo título. No le importa que no le vaya a servir de nada, que vaya a quedar arrinconado en un cajón. Lo esencial es que lo ha conseguido. Se siente vivo, se siente bien.
-Abuelito, ya lo sé todo. Sé que por las noches el sol se va a dormir al cuarto de la ilusión y que el mar es una cama blandita en la que duermen las sirenas y que las flores cuando ríen es cuando mejor huelen.
-Martita, ¿lo sabes todo? Yo creo que no.
-Abuelito, qué tonto eres. Cómo no lo voyh a saber todo, si el osito de peluche con el que me duermo, me cuenta cuentos de duendes y gigantes, de brujas y princesas, de manzanas mágicas y de árboles centenarios…
Don Ramón sonríe ante la ingenuidad de su nieta. Cree que lo sabe todo a sus 5 años y él, sin embargo, a los 80, sigue creyendo que le queda mucho por saber. Qué cosas.








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