domingo, 10 de mayo de 2015

La acompañante del mendigo



Buena noche de domingo:
Ayer, mientras viajaba a Salamanca, comentando con César y con Carolina, se me ocurrió escribir algo protagonizado por mi amiga Vieja Dama y por esos fantásticos músicos callejeros que, a veces, tan bien suenan que son todo un auténtico deleite.
Un abrazo y que tengas buena semana isidril.

La acompañante del mendigo

Es curioso. Nunca había tenido tantas visitas desde que me dedico a esto de pedir. Y mira que era reticente a hacerlo con música. Siempre pensé que estaba muy trillada esta forma de pedir. Andaba buscando nuevas maneras porque esto de ser mendigo se ha puesto muy complicado. Entre los que nos han invadido de otros países y los que se han incorporado tras la dichosa crisis, no hay quien pare. ¿Que te pones a la puerta de una gran superficie comercial? Enseguida acuden otros cual moscas a la miel. ¿Que te pones junto a la catedral? Vienen más. Y así con todos los puestos tradicionales. No me extraña que los pocos que querrían darte algo, se lo piensen y cada vez escaseen más las limosnas. Si es que no puede ser, con tanto intrusismo y simuladores.
Antes todo era mucho más fácil. Cuatro ciegos limosneros con sus romances, algún cojo de mentira y unas pocas gitanas echadoras de buenas venturas con sus ramitas de laurel. Pero ahora… que si los que venden llaveros linterna o pañuelos de papel o muñequitos de PVC; que si los que cantan o tocan los más variados cacharros.
Así que yo ahorré para invertir en una docena de copas cada cual de un tamaño y mojando mis dedos, las toco. Le encargué al Jose,  un colega carpintero murciano un cajón para guardarlas y así las transporto mejor. Y para aquí que me vine. Toco en un pasillo del Metro de la línea 6 en la estación de Pacífico y vaya, que la cosa se me está dando bien. ¿Por qué? ¿Será que lo hago bien? ¿Que es un buen puesto? Me da que no. Antes también hacía mis cositas y no me daba.
Tal vez sea porque a mi lado se queda mirando una extraña mujer. Nunca me habla, no me suelta una perra, no es guapa ni fea, no tengo ni idea de quién será. He tratado de pegar la hebra con ella y nada de nada. Me dieron ganas de quitármela de encima como fuera, por lo civil o lo criminal, pero como vi que estando ella, la cosa se da bien y cuando no está, no me como una rosca, pues la dejo como si fuera una muñeca de escayola o de pesiglás.
No parece que pueda ser posible que tal hecho suceda, pero así es. La mujer que cada mañana se dirige a cumplir con su misión en el cercano hospital Gregorio Marañón, se ha enamorado del mendigo que toca las copas en la estación de Pacífico. No puede ser, pero así ha sido. Hasta ella, enemiga de la vida, ha descubierto el amor.
Ella poco puede hacer ante semejante hecho. Por mucho que se diga que es incapaz de sentir, sí siente. Siente que a ese hombre de mediana edad, aspecto andrajoso y ademanes firmes le quiere. Podría llevárselo con ella y nada más, pero no puede hacerlo. No puede porque si lo hiciera dejaría de hacer sonar las exquisitas melodías que extrae de las copas. Siempre se promete a sí misma que al día siguiente lo hará, que aún debe dejarle otro día más para que siga acariciando las copas con sus manos de artista.
Le vio de casualidad. Se dirigía hacia las vías del Metro en las que debía recoger a un joven que había decidido terminar con sus aflicciones de desahuciado sin trabajo ni futuro, una vez abandonado de todos, incluida la esperanza. Pasaba por aquel pasillo en dirección a las vías cuando le escuchó. No pudo seguir adelante, se quedó allí, clavada, mientras el muchacho sobrevivía, milagrosamente a su intento de suicidio, sin que nadie pudiera explicarse cómo había podido suceder después de haber sido atropellado por el convoy.
Un día tras otro, ella se dice que mañana se lo llevará con ella y dejará de tocar, pero no puede, no puede. Es tan dulce su música… Es Sherezade en Madrid, no cuenta cuentos, hace música con vidrio.
-¿Querrías venir conmigo? A otros ni siquiera les pregunto, pero a ti sí quiero hacerlo. Si me dices que no, nunca más me volverás a ver, pero si me dices que sí, no volverás a ver a nadie más. Tuya es la decisión.
-¿Hablas? ¿Adónde me llevarías si me voy contigo? ¿A un palacio? ¿A un castillo? ¿A una isla? ¿A las nubes?
-No deberías burlarte. Te estoy dando una oportunidad por lo bien que tocas las copas.
-¿En serio? Eres extraña. No eres fea, pero tampoco guapa. No sé quién eres pero me quieres. Por otra parte, estoy solo. No tengo casi nadie quien se preocupe por mí. Y tú ahora me ofreces tu compañía. ¿Debería dudar? No sé.
-Allá tú. Vamos, el tiempo apremia.
-Dame la mano, que nos vamos.
Ya no suena la música de copas en la estación de Pacífico. Ya ha ocupado otro el puesto, ahora con un órgano electrónico atronador. Nadie reclamó el cadáver del mendigo que hacía sonar las copas y las copas fueron recogidas por el servicio de objetos perdidos.
  

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