El comandante Rodríguez se dispone nuevamente a hacerse con los
mandos de su XKJ-5 Cobra, el helicóptero que ahora es suyo y que, durante
tantos años, estuvo al servicio de la Unidad de Salvamento de Alta Montaña
(USAM).
Su probada pericia y la habilidad que siempre le caracterizó
al adentrarse en los más recónditos vericuetos de sierras y barrancos, le
hicieron merecedor de no pocas condecoraciones y, sobre todo, de ver cumplido
su sueño: hacer suyo a un cómplice de tantas aventuras como era su Cobra,
cuidarlo y convertirle en compañero de su ancianidad, envejecer juntos.
Cuando, en ocasiones, en medio de tertulias de largas
noches, le oían hablar de lo bien que se llevaba con la Cobra, calificándola
incluso de amiga, se admiraban de tal. Si era un hombre flaco y fibroso, no muy
alto, no muy musculoso. ¿Cómo, entonces, podía presumir de desenvolverse entre
el que, ellos suponían, semejante ofidio mortífero? Él, a eso, prefería callar,
no desentrañar el misterio, mantener el escepticismo de tantos. Allá ellos, se
decía, que piensen lo que quieran. Y cuando así hacía, lucía una media sonrisa
de lo más ingenua, para muchos, o seductora, para no pocas.
Hace una tarde espléndida, ideal para salir al aire: cielo
nítido, despejado, calma y temperatura agradable.
-Amiga Cobra, ¿dónde nos dirigimos esta vez? Mientras esto
dice cierra los ojos, se concentra, se deja guiar.
Ya se oye el sibilante ronroneo del motor, su bravura de
máquina de raza, su fuerza aún.
Y mira que decir que ya no servías, que había que llevarte
al desguace. Qué idiotas ellos, que poco saben.
Rodríguez se deja mecer, como otras tardes igual que
aquélla, rememora tantas hazañas vividas ella y él, tantas vidas salvadas.
Cuánto correr, cuántos nervios por llegar a tiempo, cuánta entrega por no
perder.
Abre los ojos para disfrutar de la panorámica a la que le
conduce su fiel Culebra. Qué hermoso es el horizonte, nunca dejará de admirar
la magnificencia de la naturaleza.
Pero mientras así hace, divisa, en la lejanía, un minúsculo
objeto que se mueve inquieto. Parece danzar al son de una música que él no
puede escuchar, de un lado a otro, a babor, a estribor.
Dirige el timón hacia allá, apunta el morro y se aproxima.
¡Es un perro! Lo divisa nítido. Con su pelaje dorado, su
cola enhiesta y su ladrar henchido.
¿Será que es´tá clamando auxilio? No, bah. Ya te está
pudiendo otra vez tu costumbre de ver en todas partes señales de alarma, de
necesidad de socorrer. ¿No te das cuenta de que tu tiempo ya pasó?
El perro brinca, como si quisiera agarrarse al patín de su
Serpiente, qué saltos da.
¿Nos acercamos, amiga?
Busca una menguada esplanada, la madriguera. No necesitan
mucho para encontrar su lugar.
El can cada vez más insistente le llama, le pide.
Y cuando nuestro particular encantador de serpientes,
atiende su llamada pronto ve el motivo.
Una señora ya de mediana edad aun aparentando juventud está
tendida en una postura imposible. Un árbol truncado, unas rocas atropelladas en
alud, un entorno desolado.
Supuso que la intrépida expedicionaria habría querido
penetrar en una cueva cercana y que los elementos cedieron, derrumbándolo todo.
Contempla la escena. A ese tapiz de destrucción se une el
lastimero gemido de la mujer, sus convulsiones espasmódicas.
No tiene dudas. Bien sabe lo que ha de hacer. Acomodarla,
tomarla en sus brazos, ejercer su técnica de efecto calmante a través de la
mirada y sus ademanes suaves, cálidos y rápidamente ponerse en marcha. Su Cobra
hará el resto.
¿Y el perro? Él les acompaña, fiel testigo, espectador
interesado.
Una nueva misión, la adrenalina fluye de nuevo, vuelven a
vivir.
Y cuando lleguen al hospital de costumbre, conforme los
protocolos de siempre, sabrán que otra vez más han cumplido con éxito.
Pero aún más, a Rodríguez le atenazará un deseo. El de
volver a verla cuando esté curada, pasar a visitarla, hacerla sabedora de cómo
un paseo a lomos de una serpiente, la mejor de las serpientes, se convirtió en
un milagro salvador.
Y quizá, ella… Sí, quizá ella, piense que el bueno de
ese viejo guerrero del aire aún no es tan mayor.
2 comentarios:
Alberto, mira que hay aficiones de todas las clases, para todos los gustos y edades, pero la aviación... he conocido aviadores completamente entregados a su sueño de volar, fanáticos de las alturas. Mi padre era uno de ellos. Junto a mi hermano Ignacio vivió ese sueño, ¿sabes?
Y del relato de hoy, ¿qué decir? Que eres muy creativo y sólo se te ocurriría a ti meter en una historia de aviones, un perro que ladra avisando sobre una mujer accidentada. Vamos, que me ha encantado, para no perder la costumbre...
Y sobre esta semana... no sé cómo se presenta tu agenda y si tienes un tiempito para echar una ojeada a cierto capítulo que tengo concluido... ya me dices.
Un abrazo.
Rosa, supongo que eso de volar debe ser toda una droga, sentirse libre, emular al viento.
A mí también me gustaría sentir esa sensación. Algún día, algún día montaré en globo. Ya sabes... soñando soñando.
Bien, bien. El capítulo bien aunque yo lo dividiría en 2, haría uno hasta que salen de la taberna y otro con la salida y el episodio de los arrieros.
Cuídate con celebración cumpleañera. Tómate algo rico a mi salud.
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