jueves, 21 de junio de 2012

Burgomillodo: el sabor de lo antiguo


Entre Huella y Huella de mi libro quise el pasado fin de semana darme otro gustazo viajero. Y es que lo necesitaba después de tantas emociones literarias.
La excursión iba a ser distinta: regresar a los ancestros en una casa rural y en un paraje idílico, las Hoces del río Duratón en Segovia.
Estábamos inscritos 30 personas, casi todos con ceguera y yo iba magníficamente acompañado de mis amigas de siempre. Genial.
Tras dos horas de trayecto, llegamos al ppueblo de Burgomillodo. Se repartieron las habitaciones y reconocimos el terreno. Las perspectivas no podían ser mejores. Salas decoradas con el mejor gusto, maderas, mimbres, fósiles, cabeceros torneados, hasta un trillo o un teléfono de baquelita…
Nos salió a saludar la dueña, todo un personaje de película de la España rural. Imaginamos a la abuela de la fabada (“ya vienen, ya vienen”) o a Lina Morgan en sus mejores tiempos, encantadora, amabilísima con todos y pendiente de todos. ¡Y lo que hablaba! Vaya vaya.
Las primeras sensaciones no podían ser mejores: nada de ruidos urbanos, sonidos de naturaleza, cena auténtica.
A lo largo del tiempo tendríamos ocasión de paladear sabores que enraizan en la tierra: hortalizas, setas, infusiones, frutas del bosque o miel. Toda una delicia. Qué desayunos a base de pan de hogaza tostado y untado con mermeladas de frambuesa, pimiento, tomate o fresa. Zumo de naranja recién exprimida, miel para endulzar el té de roca o el poleo.
Qué comidas a base de cordero asado en horno de leña y barbacoa, gallo de corral, magret de pato o pisto con huevos recién cogidos.
Y qué postres. Exquisitos a base de flan de huevo de verdad, arroz con leche cremosa o tarta de requesón o dulce de membrillo. Todo guisado por las sabias manos de Manolo, el marido de nuestra particular anfitriona casera, María.
Pero también tendríamos ocasión de pasear a la vera del río y recuperar la práctica de oficios tradicionales como el de la cestería, el tejido de bolillos o la preparación de fideos y cortado de la miel.
Y más aún, iríamos en piragua. ¿Se undiría? ¿Flotaría? ¿Aguantaría a los ciegos? Esto fue la mayor aventura: ponte chaleco salvavidas, coge el remo, baja por una ladera arenosa con raíces y escalones (y lo malo es que luego hay que volver a subir por ella), pertrechado de remo y bidón para guardar toalla, bastón y botella de agua,  y súbete a la barca biplaza (ay qué miedo, que se mueve, ¿dónde pongo el pie?). Y todo esto a ciegas, ¡toma castaña! La proeza se desarrollaría en la presa que hay cerca del pueblo en medio de las paredes calcáreas que constituyen las Hoces y con el sonido de fondo de buitres y demás aves. En principio íbamos a remar solos, cada cual con su mejor o peor saber. Pero, luego se dispusieron grupos de canoas, unidas por una cuerda,  de 3 o 4 en los que, la que los encabezaban iba guiada por monitores sin problemas visuales. Yo iba con mi amiga Elena y, por mucho que nos conocemos bien, la coordinación en las brazadas fue una utopía. Así que, de presumir de experto navegante, nada de nada. Bueno, no hubo que pronunciar la mágica frase de: ¡ciego al agua! Todos disfrutamos y superamos el reto con soltura.
Pero aún hubo otras emociones más, como la de poder acariciar a unos dulces ponnys, certificar mano a mano la pericia devoradora de los carroñeros comprobando en qué habían dejado los restos de un caballo muerto,  no dejaron ni las migas del pobre equino o tocar trajes auténticos de más de 200 años, sorprendiéndonos de las labores de fiesta y los paños de faena.
En definitiva, un fin de semana de relajación, buen yantar y regreso a los sabores antiguos.
 Ah, momentos para la risa, o la perplejidad: los cieguecitos amasando pasta, ¿saldrán tropezones? La serenata gallera que no para, ¿será que cantan a las guapas cegatonas piropos y requiebros? Alguien que aprovecha para vendernos su disco, pero no habíamos ido de campo en busca de los orígenes?
Y oigan, cómo me comen estos ciegos. Ver no verán, pero comer… cochinillo, cordero, choricitos y morcilla a la brasa y más y más. Si llegan a ver, se me zampan hasta las gallinas y demás bichejos saltarines.
Una pena que los ciegos, en ocasiones, más que idem pareciéramos sordos de la bulla que se montaba. Me habría gustado poder disfrutar en silencio del entorno en la presa o en la terraza de la casa, para imbuirme de rumores de hojas, aleteos, croares, trinos y demás melodías que la orquesta de la naturaleza nos estaba regalando, pero… “¿Esto qué es? Pásame la cerveza que por aquí no llega. Corta otro trozo de mimbre que el mío se ha quedao pequeño. A ver a ver, ¿qué es esto? Bla bla bla”.
Y otra curiosidad casual: que justo en los momentos que descubro estos parajes leo una espléndida novela, “El día que fuimos dioses”. ¿Y saben qué? Pues que parte importante de la trama se desarrolla precisamente aquí. Con la de libros que hay y leer justo en el momento esa novela. ¿Será una señal? Ya saben: la respuesta, en el viento.



   

1 comentario:

apm dijo...

Pues si que ha sido una aventura para repetir por lo bien que os lo pasateis, lo bien que os atendieron y lo magnifico que nos lo has contao !dí que no!, las comidas, para hacerse la boca agua... nada que ver las comidas hechas tradicionalmente ni con las de los mejores restaurantes ¿verdad?. Mi suegra es de un pueblín pequeñito de Salamanca, en su casa, tiene corral con gallinas, y cuando vamos a verla los veranos y me pregunta ¿qué quereis que os ponga de comer?, yo siempre le digo: patatas fritas con huevos (patatas del terreno, y huevos de sus gallinas)... !y me saben a gloria!, a gloria bendita literalmente.

Mil besitos gordotes

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