Que vuestra noche de san Juan fuera escenario de ilusiones y
magia.
Que estéis bien.
Con cariño como siempre.
Soy viejo ya. Estoy muy cansado. Sé que mi porvenir está
escrito con letras de desaparición, de abatimiento. Y esto lo sé porque vivo
más de los recuerdos que del futuro. Las únicas certezas que me quedan son las
de la nostalgia por lo que fui y por aquello que sucedió en mi seno. Ahora, los
niños solo vienen a visitarme unos míseros días en verano. El barbero se fue
seguramente a cortarle la barba a san Antón. La señora que vendía ultramarinos
también partió, ¿a algún bazar oriental? Los muchachos no cortejan a las
muchachas con cantos de ronda. Y hasta ni agua mana de la alberca.
Los que son como yo, mis vecinos, se encuentran en mi misma
situación aunque haya quienes no quieran reconocerlo. Antes, o después, no les
quedará más remedio, se lo digo yo, créanme.
¿Mi nombre? Tengo nombre de pueblo. Fuentestrún.
Nací en la lejana noche de los tiempos bajo el signo del
agua. A mis entrañas se dirigían quienes anhelaban que en mis manantiales se hallase
una fuente mágica de vida.
Luego vi pasar a caminantes peregrinos, en pos del fin de la
tierra, allende el poniente, lejos, en busca de cierto sepulcro.
Durante siglos contemplé cómo araban, surco arriba surco
abajo, o cortaban maderas o apacentaban domesticados animales. ¿Y todo esto
para qué? Para que mis moradores vivieran.
Así iban sucediéndose los atardeceres con ocasos de fuego,
las noches con lunas radiantes, los amaneceres con rosados rocíos. Hasta que
llegaron las huidas. Primero unos pocos; luego, casi todos.
Se cerró la escuela. Se clausuró el horno donde se cocía el
pan. Se atrancó la fragua donde herraban las caballerías. Todo se cerró. Se
cerraron, a punto estuvo de suceder, mis ojos, como se cierran los de los muertos al ser amortajados.
Y cuando creía que mi destino era inexorable, algo nuevo
empezó a acontecer.
Resucitaron antiguas fiestas, plantaron nuevos árboles,
adaptaron los espacios derruidos a nuevos destinos. Sentí que aún había una oportunidad
para mi gastado suelo.
Y hoy, 23 de junio dicen que es, van a a prender una nueva
hoguera, como aquellas que se preparaban bajo la zambomba y las brasas de la
Navidad. ¿Dónde la colocarán? Me digo, que los tiempos modernos no son de
lumbres ni braseros. ¿Con qué la alimentarán? Ya casi apenas si quedan estrepas
o matorrales.
Es que resulta que es la noche de san Juan, noche de brujas,
de luz y de conjuros.
¿Quién pondrá la mecha que la cebe? ¿Será alguien recién
llegado? ¿Será alguno de los que aquí nacieron y luego emigraron? ¿Será la
penúltima anciana que, con su delantal y su moño, aún vive como vivieron?
¿Será? ¡Un ciego han dicho que lo va a hacer! Qué cosas, qué adelantos. Un
ciego encendiendo la fogata que alumbrará las almas de quienes acudan al
festejo. ¡Increíble prodigio! ¿Cómo lo hará si no ve? ¿Se quemará las manos?
¿Atinará con el punto donde la llama debe irrumpir?
Y han dicho que en cada lengua roja de la gran fogata irá un
deseo. Y que los malos augurios se tornarán en ceniza gris y que los buenos
presagios subirán al cielo para metamorfosearse en estrellas blancas y que cada
una de éstas anidará en las pupilas de quienes las sepan hacer suyas.
Y sé, lo sé, que el ciego también tendrá su estrella y que
sabrá atraparla llevándola, no en sus pupilas, si no en su corazón.
Y aún más sé, que hasta para mí, habrá algo bueno. Algo con
forma de armonía y de milagro.
¿Qué más da que a la mañana siguiente solo queden rescoldos?
Lo importante es que, nadie pudo imaginarlo jamás, ese ser permanente habitante
de las tinieblas, habrá traído de nuevo la luz hasta mí.
Y con su acción, habrá conseguido sorprender a muchos,
incluso hasta que le envidien, ¿cómo iba nadie a pensar que sería objeto de
envidias?
Y yo, sí, yo; este viejo y cansado pueblo, seré feliz porque
cuando menos podía haberlo previsto, soy testigo de nuevos encuentros y
acontecimientos nuevos, de promesas de futuros. Que la vida, en fin, aún se
quedará a vivir en mis casas, ahora de ladrillo y piedra, antes de adobe y
paja, en las calles recién adoquinadas y en los rincones donde se han plantado
flores de delicada belleza.
-Qué bien está este pueblo. Qué arreglado. Nadie diría que
sea tan pequeño.
-¿Venís a la fiesta?
-Venimos a acompañar a nuestro amigo.
-¿Vuestro amigo?
-Sí, que va a ser el protagonista. Él no lo dirá, pero está orgulloso
como nunca. Y miren que ha habido veces en las que ha sido feliz, pero como
estos días… Nunca lo hemos visto. En su pueblo, habiendo querido que esté.
-Pues nada, nada. Pasad, tomaos algo o daos una vuelta que
hace muy bueno y seguro que estaréis a gusto.
-Sí, sí. Daremos un paseo para estirar las piernas y
reconocer el entorno. Por cierto, él no sabe nada, no le digan que hemos venido.
Queremos que sea una sorpresa. Seguro que no nos reconocerá, pero cuando se dé
cuenta… Ya verán. ¿Quieren ser nuestros cómplices?
-Shshshsh. Hágase.
2 comentarios:
Igual, con la crisis, volvemos a los pueblos para vivir de forma más tranquila y conectada con la naturaleza, ¿quién sabe? Podría ser uno de los buenos efectos de la crisis. El tiempo lo dirá.
Ana, tal vez tengas razón. Ojalá porque ha habido veces en que se ha olvidado de dónde venimos.
Que estés ya de vacaciones y con buenas perspectivas viajeras.
Besitos de luz alicantina.
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