No sé qué
puñetas he hecho pero es que se ha borrado el cuento del pasado domingo. Lo
vuelvo a poner para que no quede en el aire.
Eso sí, con la
fotito de la carrera de caracoles incluida.
-¡Vamos,
Anacleto, Sisebuto, Matías! No desmayéis, que ya no queda nada para que bajen
la bandera. Sois la punta de lanza de mi equipo y no podéis fallarme, he
apostado una fortuna en vosotros porque sois los mejores. Sé que no me vais a
defraudar, no podéis hacerlo. Vamos, vamos, vamos, corred, galopad, saltad.
El inefable duque
de Recio Viento se dirige así de seguro a sus huestes que, en ardua lid, se
pelean con el resto de contrincantes de la competición, el Gran Prix.
Y es que no había podido negarse ante la propuesta que le habían hecho. Amaba tanto el ganar, el ser el mejor que quien a semejante partida le había retado sabía que no iba a resistir el envite.
Y es que no había podido negarse ante la propuesta que le habían hecho. Amaba tanto el ganar, el ser el mejor que quien a semejante partida le había retado sabía que no iba a resistir el envite.
¿De qué creerán que se trataba? ¿De una carrera de galgos?
¿De soberbios alazanes? ¿De lujosos automóviles de época?
No, no; señores míos. Resultaba ser el Gran Prix del Caracol
Sol. Y claro, a esa legendaria carrera el mayor apostador de los apostadores,
no fue capaz de rechazar el participar.
¿El premio? ¡Unos patines de oro y brillantes! Que no se
dijera que no se pensaba en realzar el mérito de quienes habrían de combatir en
simpar batalla babosera.
Era todo un acontecimiento. Al Gran Prix acudía lo más
granado del reino, se gestaban relaciones y urdían conspiraciones mientras los
moluscos se esforzaban por no ahogarse en el rastro que quienes les precedían
dejaban cual estela de barco trasatlántico. Se contaban historias truculentas
en las que el veneno o el engaño mortal tenían cabida.
¡Una carrera de caracoles! ¡Qué disparate! No, no, al
contrario, todo un evento atlético, un acontecimiento que ese año alcanzaba su
vigesimoquinta edición.
Recio Viento había buscado a los mejores para su
participación, el agente que se los proporcionó, le garantizó que eran de
sangre verde, con pedigrí y de pura cepa. Le presentó certificados y documentos
justificativos para, con todo ello, pedirle una alta suma que no le importó
satisfacer si, así, vencía.
Recio Viento era orgulloso, incapaz de asumir derrota
alguna, vanidoso, ufano. Estaba acostumbrado desde niño, a ser siempre el
primero porque lo había mamado en casa, una familia ilustre y suntuosas
posesiones favorecían tales hábitos, no precisamente de monje.
La mañana era ideal para la competición, un sol espléndido,
día en calma y buena pista y él se las prometía muy felices.
Su equipo, ataviado con lujosa vestimenta sobre emperifolladas
conchas partieron raudos. Se veía claro que nadie iba a poder con ellos. Detrás
habían quedado el resto de contrincantes que, ¿cómo iban a ser mejores?
La recta final acababa en ligera pendiente y… oh sorpresa de
él, y de todos, a sus muchachos les iban fallando las fuerzas. Se notaba que los
cascarones les pesaban, que los cuernos ya no se mostraban tan enhiestos como
en la salida y que casi no dejaban rastro sus babas.
Oh, tragedia de las tragedias. Recio Viento ha de
contemplar, atónito, cómo otro curioso equipo, se dispone a adelantar a los
suyos. ¿Sería posible?
Nadie se había percatado de la existencia de aquéllos.
¿Quién habría de hacerlo? Eran tan enclenques y mal fachados… tanto que ni
siquiera nombres tenían. Nada que ver con el porte marcial de los suyos. Uno
medio cojo, otro con el caparazón descascarillado y el tercero, increíble, sin
cuernos, como ciego, que se ayudaba apoyándose en sus compañeros.
¡Y que esos tres mequetrefes fuesen a ganar a sus héroes!
Traición, engaño, vil porfía. Protestaría, impugnaría, reclamaría.
Nada que hacer, la derrota se ha consumado y mientras, los
pobres Sisebuto, Anacleto y Matías yacen concha abajo olvidados de todos,
menospreciados, mientras las guapas caracolas de la caracolería se arrullan con
los viles pero, ahora, ¡admirados! Incluso, envidiados.
¿Y por qué? ¿Por qué aquél que siempre presumió de ganar,
tiene ahora que lamerse las heridas?
¿Sería acaso, precisamente, por la prepotencia de creerse
invencible? ¿Por una mala estrategia? ¿Debería aprender, tal vez, de quienes
pareciendo débiles se alzaron, al fin con el galardón?
Quizá quizá.
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