Siempre me ha atraído lo que se esconderá tras esas gentes que actúan en calles y plazas de nuestras ciudades. ¿Qué historia les conduce asta allí? ¿Quiénes son?
Bueno, que estéis bien y tengáis esa buena semana que merecéis.
Pues sí, señores; mi suegro se creía que desconocía los epítetos con que meadornaba cada vez que tenía ocasión, adjetivos con calificativo de mentecato, botarate, majadero, memo, lerdo, necio y otros de semejante tenor.
Y yo qué quieren, pues que aun sabiéndolo, siempre me he mostrado desentendido, permanente habitante del estado de inopia.
Y ustedes me dirán que por qué hago gala de tal generosidad. Claro que es el papá de mi señora y que es mayor y que he de respetarle y que qué se le va a hacer.
Pues no, señores; la razón es que nunca he olvidado que un Castillo de la Vega de los Castillo de la Vega de toda la vida haya tenido que aceptar por hijo político _ah, la política_ y amor de la niña de sus ojos que tiene ojos claros, a un malabarista, aspirante a mago y payaso que ayuda a reír, y a soñar, debe ser como un sarpullido provocado por indómita alergia.
A eso le achaco sus piropos y bueno, pues que siga así, que mientras su Charito, Rosario para mí, me quiera y siga, ya me va bien.
Quién le iba a decir a don Juan Enrique que cuando salió de paseo aquella soleada y lejana mañana otoñal se toparía con un artista, sí señores, un prodigio del equilibrismo manual al que le gustaba jugar con limones, naranjas y otras frutas volatineras, y al que, como premio de las monedas más grandes que le echaran, bien que siempre era pocas veces, repartía ensaimadas que adquiría recién horneadas en la panadería de la esquina a cambio de que su dueño le permitiese aprovechar la estela de su clientela para ganarse el sustento.
Yo, en un principio, ni les vi. Eran tantos los que solían pasarse por aquel enclave en pos de los mejores dulces de la ciudad, que no solía fijarme, cómmo hacerlo y desempeñar bien mi trabajo, hasta que oí una voz resistiéndose a alejarse, pidiendo que esperasen, que ella quería seguir allí, viéndome.
Entonces yo la miré, lo recuerdo bien, casi pierdo mano y se caen las bolas del número de turno. Media melena rizada, mirada de sol y cuerpo de promesas. Ah, y a su lado una pareja de edad ya avanzada, elegantemente ataviada. Mas a ésta pronto olvidé, sólo pude prestar atención a la joven. Nos miramos. Me sonrió. Le guiñé un ojo como tendiéndoselo para que se abrazase con sus ojos, mientras que yo impulsaba arriba, muy arriba, los objetos de mi prestidigitación.
No me importó que, al terminar, se fueran porque supe que ella regresaría como así fue.
Y regresó, claro, y me trajo, no unas monedas grandes, sino la oferta de un futuro en común.
¿Y sus papás? A duras penas se resignaron a aceptarme por yerno pero, al fin, lo hicieron.
¿Y saben qué? Que mi suegra, doña Encarnación, está encantada porque cada vez que aparezco en el programa televisivo de turno, es que me convertí en famoso de pro, pues presume ante sus amigas.
¿Y don Juan enrique? Pues, también, oigan. Que sé que cuando va al casino bien que le gusta decir: “este truco me lo enseñó el mentecato de mi yerno”. Y va y queda como un experto en naipes y prodigios numerológicos.
Ah, y ahora Rosario y yo vivimos en un pisito, regalo de papá, y vamos a tener un bebé. Y ese bebé será querido y sabrá cómo se conocieron sus padres en una acera de una plaza y sus abuelos le malcriarán como lo hacen todos los abuelos con sus nietos a la vez que se les cae la baba.
-Cariño, que es mi padre, que te pongas.
-¿Tu padre? ¿Me irá a premiar con otra sarta de galanteos de los que usa habitualmente conmigo?
-¿Sí? Dígame, don Juan.
-Que no podía esperar a verte. Que, a partir de hoy, dejas de ser el mentecato de la familia y para mí, para todos nosotros, serás, ya para siempre, don José Luis. Que alguien como tú, por mucho que aparezca por doquier, aunque sea en la tele y los teatros de postín, pintarrajeado y con capa de lunares, vaya a ser el progenitor de mi descendencia, merece una oportunidad también entre los Castillo de la Vega Hornillos. Así que ya lo sabes.
-Vaya. Esto sí que es un triunfo, y no los que obtengo por ahí, más viniendo de usted.
-Pues nada, pero eso sí… no se te olvide cuidar bien a mi charito, ¿eh, botarate? Uy, perdona, hijo. José Luis.
Ya ven ustedes, lo que hace la paternidad. A ver con el próximo niño que engendremos qué otra novedad me trae. Y yo, entretanto, a seguir dale que dale a las manos y a la imaginación para crear nuevos trucos. Que ahora no puedo defraudar a mi señor suegro, faltaría más, ahora que me llama de don y todo.
Y Rosario, cuando se ha enterado de la novedad, me ha abrazado, feliz al fin, feliz con la dicha de quien va a ser madre y de quien ve que su niño trae bajo el brazo el pan de la concordia familiar.
Ah, y no pasen de largo ante cómicos, mimos y demás artistas callejeros que ellos también tienen su historia y quién sabe, igual luego pueden presumir de que ustedes les conocieron cuando no eran famosos y ahora… ya ven. Háblenles, ayúdenles y respétenles, lo merecen porque se esfuerzan, son buenos. Lo único que les falta es la suerte que a mí me vino a ver aquella lejana y soleada mañana otoñal.
domingo, 15 de enero de 2012
El malabarista mentecato
Publicado por Alberto en 8:20 p. m.
Etiquetas: Relatos
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1 comentario:
Mi querido Alberto...te deseo una feliz semana y sabes lo que te quiero pero a pesar del poco tiempo que tengo es para mi un placer visitarte ...
un beso de tu amiga
Marina
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