Carlos de Hita, con su descripción en su artículo de el diario El Mundo casi hace que los escuchemos. Pongo aquí sus palabras para evocar ese mundo de sonidos y colores que estos días de finales de primavera adornan los campos de nuestra geografía.
Yo ayer tuve la suerte de vivirlo, cuando paseaba con mi padre por el campo en mi pueblo soriano. Qué delicia de música.
Os invito a que podáis hacerlo vosotros también, disfrutando e imaginando.
Ciertos títulos, más que orientar, crean desconcierto. Sobre todo entre los profanos. Puede que sea el caso, pero desconcierto es lo que producen determinados sonidos cuando se recorre un cañaveral a la hora del crepúsculo. No hay lugar más intrincado, ni sonidos más misteriosos que aquellos que parecen salir del barro, entre los tallos impenetrables de carrizos, juncos, masiegas y demás vegetación palustre. Algunas de esas voces pertenecen a unos desconocidos de la mayoría: rascones, calamones y polluelas.
Hoy volvemos a las Tablas de Daimiel. Un gruñido sordo se escapa del fango, a nuestros pies. Estamos en la orilla de una laguna cercada por una espesa masa de carrizos. Eso, unido a la caída de la luz, cierra el horizonte visual a unos pocos metros. El sonido es el encargado de dibujar la laguna que se abre por detrás. Una imagen sonora armónica, sin altibajos ni estridencias.
A estas horas en las que de la lámina de agua emerge una vaharada de frescor, emerge también el clamor de los anfibios. El oído avezado podrá diferenciar a las ranas comunes de las ranitas de San Antón. Oirá el mugido regular del avetorillo. Y el ronroneo continuo de la buscarla unicolor, un pájaro que imita las estridencias de los grillos.
El gruñido persiste, quedo pero insistente; sube de intensidad y se vacía en un leve suspiro. Procede de un rascón, un ave que pasa la vida oculta entre los carrizos. Oculta pero nada discreta. En realidad su voz habitual es muy distinta, un martilleo agudo, penetrante, que se acelera, para, se tensa… y acaba en otro gruñido.
Pero el rascón no es el único en desentonar sobre la armonía de la hora. También oculto entre las cañas, chapoteando en el barro, muge un calamón. Otro ejemplar le da la réplica.
Avanzamos unos pasos por el fango de la orilla, al abrigo de la oscuridad. El camuflaje en el claroscuro de las cañas es perfecto: dos zampullines chicos nos ignoran. Una focha estornuda con discreción. Otra chapotea a la carrera, y con las ondas que se extienden sobre el agua, se extiende también el silencio de la noche. Un grito agudo, imperativo, que arranca y se detiene, destaca sobre la calma. El tercer habitante de la espesura se manifiesta: reclama una polluela bastarda.
martes, 14 de junio de 2011
Las tablas de Daimiel al atardecer
Publicado por Alberto en 9:41 p. m.
Etiquetas: De viajes
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1 comentario:
Indudablemente mejor que las tablas de multiplicar, jejeje.
En serio, una delicia. Besósculos.
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