domingo, 18 de mayo de 2008

Santa Isabel de Hungría

Siglo XIII, el de las grandes catedrales, como la de Reims, la de Burgos, el de los grandes santos, como San Francisco de Asís y San Alberto Magno; el de
los grandes sabios, como Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura; el de los grandes pintores como el Giotto y Cimabúe; el siglo de las Cruzadas con Godofredo
de Bouillon, duque de la Baja Lorena; el de los grandes reyes, como el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Conrado III, Luis VII de Francia, Luis
IX, Carlos de Anjou, de Nápoles y de Sicilia; Balduino de Flandes; el de los grandes papas como Urbano II, Gregorio VIII, Celestino III, Inocencio III,
Honorio III, y el siglo de Isabel de Hungría, hija de los reyes de Hungría, la niña, novia, esposa, madre, reina, viuda y santa, la que apenas nacida,
su padre, el Rey de Hungría, la prometió en matrimonio al príncipe Luis VI, hijo del landgrave de Turingia, que tenía 11 años. A los cuatro años fue enviada
al castillo de Wartburg, donde Lutero tradujo al alemán el "Nuevo Testamento". En aquel castillo residía la corte y el palacio de Sajonia, hoy uno de los
16 Estados federados de Alemania, y allí fue enviada para ser educada como princesa. Allí vivieron juntos Isabel y Luís, Luís e Isabel, y como niños jugando
juntos, se enamoraron. El uno sin el otro no podía vivir.
A los catorce años contrajeron matrimonio y en la misma ceremonia nupcial fue coronado el príncipe. Su matrimonio no sólo fue una unión política, sino un
matrimonio por amor en el que florecieron tres hijos. Se amaban tan intensamente los esposos que ella le decía a Dios: "Dios mío, si a mi esposo lo amo
tantísimo, ¿cuánto más debiera amarte a Ti?". Y Luís, a un cortesano que le preguntó si estaría dispuesto a renunciar a su esposa, le repuso señalando
una alta montaña que tenían enfrente: que, ni por aquella montaña convertida en oro fino, perdería a su esposa. Por su gran amor aceptaba de buen grado
que Isabel repartiera a los pobres cuanto encontraba en casa y respondía a los que la criticaban: "Cuanto más demos nosotros a los pobres, más nos dará
Dios a nosotros".
Acusaron a la princesa ante su esposo de derrochar sus bienes y agotar los graneros y los almacenes. El landgrave Luis quería a su esposa con delirio, pero
se vio precisado a pedirles una prueba de su acusación. - Espera -le dijeron- y verás salir a la señora. Y el duque vio a su mujer que salía a hurtadillas,
de palacio cerrando cautelosamente la puerta. La detuvo y le preguntó:- ¿Qué llevas en la falda? -Rosas -contestó Isabel olvidando que era pleno invierno.
Extendió el delantal, y los panes se habían convertido en rosas. Los dos esposos vivieron muy felices en su castillo de Wartburg. Su gobierno ha sido uno
de los más cristianos. En un año de escasez, Isabel gastó todo su tesoro en socorrer a los necesitados. Se encontró a un leproso abandonado en el camino,
y lo acostó en su propia cama con su marido ausente. Llegó este inesperadamente y le contaron el caso. Cuando iba a regañarla, vio en su cama, no al leproso
sino un hermoso crucifijo chorreando sangre. Recordó que Jesús premia lo hecho a los pobres como hechos a Él mismo.
Cuando tenía veinte años y su hijo menor recién nacido, su esposo, murió como cruzado en Tierra Santa. Isabel estuvo a punto de desesperarse, pero se resignó
y aceptó la voluntad de Dios. Rechazó varias ofertas de matrimonio y se decidió a vivir en la pobreza y dedicarse al servicio de los más pobres y desamparados.
Un día fue al templo vestida con los más exquisitos lujos, pero al ver una imagen de Jesús crucificado pensó: "¿Jesús en la Cruz despojado de todo y coronado
de espinas, y yo con corona de oro y vestidos lujosos?". Nunca más volvió con vestidos lujosos al templo de Dios.
Isabel fue declarada regente del principado hasta que su primogénito alcanzase la mayoría de edad, pero una conspiración de nobles consiguió expulsarla
del gobierno alegando que malgastaba el dinero del Estado en los pobres. Tomó el poder el hermano de su esposo, que la forzó a abandonar el castillo y
tuvo que refugiarse en un convento, donde tomó el hábito de la tercera orden de San Francisco. Llevó allí una vida dura y austera, ocupándose de los pobres.
Y por si fuera poco, su confesor ponía a la santa penitencias excesivas y creaba en ella remordimientos por pecados que nunca había cometido. Isabel lo
soportó con paciencia. Desterrada, tuvo que huir con sus tres hijos, sin ninguna ayuda material. Ella, que cada día daba de comer a 900 pobres en el castillo,
ahora no tenía quién le diera ni el desayuno. Pero confiaba totalmente en Dios y sabía que nunca la abandonaría, ni a sus hijos.
Algunos familiares la recibieron en su casa, hasta que el Rey de Hungría consiguió que le devolvieran los bienes que le pertenecían, y con ellos construyó
un gran hospital para pobres, y ayudó a muchas familias necesitadas. Un Viernes Santo, después de las ceremonias, y ante el altar desnudo, de rodillas
ante varios religiosos hizo voto de renuncia de todos sus bienes, como San Francisco de Asís, y consagró su vida al servicio de los más pobres. Cambió
sus vestidos por un sencillo hábito franciscano, de tela burda y ordinaria, y los últimos cuatro años de su vida, se dedicó a atender a los pobres enfermos
del hospital que había fundado. Recorría calles y campos pidiendo limosna para sus pobres, y vestía como las mujeres más pobres del campo. Vivía en una
humilde choza junto al hospital. Tejía y hasta pescaba, para comprar medicinas a los enfermos.
Murió joven, muy joven, a los veinticuatro años, el 17 de noviembre de 1231 y fue considerada la patrona de los pobres.
Se le atribuyen los siguientes milagros:
El mismo día de su muerte, a un hermano lego se le destrozó un brazo en un accidente y estaba en cama sufriendo terribles dolores. De pronto, en su habitación,
vio aparecer a Isabel, vestida con trajes hermosísimos: "¿Señora, usted que siempre vestía trajes tan pobres, por qué ahora va tan hermosamente vestida?".
Y ella sonriente le dijo: "Es que voy a la gloria. Acabo de morir. Estira tu brazo que está curado". Estiró el brazo totalmente destrozado, y la curación
fue completa e instantánea.
Dos días después de su entierro, llegó al sepulcro de la santa un monje cisterciense que sufría un terrible dolor en el corazón y ningún médico había logrado aliviarle. Se arrodilló y rezó largo rato junto a la tumba de la santa, y quedó curado de su dolor y de su enfermedad.
Estos milagros y otros muchos más, movieron al Sumo Pontífice a declararla santa, a los cuatro años de su muerte, en 1235.

2 comentarios:

Lua dijo...

Me encanta la historia ,siempre me ha parecido muy interesante .Un beso y qué tengas muy buena semana .

Merche Pallarés dijo...

Qué historia tan bella y curiosa, muy bonita, si señor. Besotes, M.

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