domingo, 25 de enero de 2015

El coleccionista de cajas de cerillas



Buena noche de domingo.
Con mi cuento de hoy te deseo una muy feliz semana, semana que acaba con la cuesta de enero llegando a su cúspide.
Que estés bien.
Un abrazo.

El coleccionista de cajas de cerillas

Manuel Piquer es un anodino funcionario de la vieja escuela, de los que llevó quevedos y manguitos y apuntaban todo en libros de cuentas con esmerada caligrafía. No se adapta a los nuevos tiempos y tan solo espera el momento de la jubilación para dedicarse a lo que más le ha gustado siempre: coleccionar cajas de cerillas.
Las tiene recogidas de los más insospechados lugares y con los motivos más diversos.
Con su vocación por el orden, conserva sus tesoros con meticulosa precisión. Cada caja de cerillas lleva aneja una detallada ficha que recoge datos de dónde la adquirió, fechas y descripción de lo que significa.
Desde la que encontrara en la taquilla de la tour Eiffel el 3 de abril de 1988, la que robó en el bar del hotel Ritz de Madrid el 6 de marzo de 2012 o en la Pizzería Rialto de Venecia el 25 de julio de 2013. No faltan, tampoco,  las más próximas, como las del bar de turno en el que cada día toma su cafelito con churros o las del estanco ubicado en la calle del Ministerio.
Sus colegas de oficina, conocedores de su afición, le han ido trayendo también cajas. De tal manera que se dice que posee la nada despreciable cifra de veintitrés mil setecientas doce cajas y que su aspiración es alcanzar las veinticinco mil pasando, con ello, a formar parte del libro Guiness.
Ha sido objeto de burlas por esa manía, aunque también de curiosidad habiéndosele sugerido, incluso, que organizara una exposición o las cediera a algún museo de la Ciencia.
Y es que por los tamaños y formatos de las cajas, como por los motivos que las adornan constituyen todo un recorrido gráfico por la pequeña historia del siglo XX.
Cada vez le resulta más difícil encontrar nuevos modelos porque han sido derrotadas por el mechero además de que, con el descenso de fumadores y la popularización de las vitrocerámicas eléctricas en los hogares, se ha reducido notablemente su producción y esmero en el diseño.
Este es Manuel Piquer, el que un martes de octubre no acudió al trabajo, como lo hiciera durante los treinta años anteriores y que cuando fueron a su casa en su búsqueda, ya que no contestaba al teléfono, se lo encontraron muerto, en medio de un charco de sangre y un olor a fósforo insufrible.
Y es que, los miles y miles de fósforos que el asesino había desparramado en su derredor, casi lo enterraban.
De las cajas, la mayoría están rotas o han desaparecido.
  ¿Qué ha podido suceder? ¿Quién podría haberse interesado hasta el punto de matar por alguien tan anónimo y discreto como siempre lo fue el pobre Manuel Piquer?
La investigación del crimen correrá a cargo de la agente Ana Galán, una joven pero brillante detective de homicidios que, a cambio del muerto, es la representación neta de la modernidad, con su ordenador portátil siempre bajo el brazo, con sus métodos científicos y su perseverancia basada en el análisis parametrizado de los datos.
Y semejante análisis, pocos días después, le mostrarán a la detective Galán que hay un descuadre entre las fichas y las cajas de cerillas de las que conservaba el muerto.
Han desaparecido, misteriosamente, todas aquéllas que hicieran referencia, de una manera u otra, a temas satánicos. La numerada con el 666, la que debiera tener la Fuente del Angel Caído, o la que alude a Fausto.
Y es que las fichas sí están todas, conforme al inventario catalográfico que se contenía en la caja fuerte.
¿Qué había pretendido el asesino al hacerse con ellas? ¿Sería, acaso, que alguien había querido apoderarse de todas las referencias demoniacas?
Pero algo más había sucedido en torno al tiempo de la muerte del coleccionista. Una vieja librería de viejo, llamada Satanás había sufrido un pavoroso incendio la misma tarde en que falleció Manuel Piquer.
La sorpresa fue mayor cuando, al analizar cuál había sido la causa del fuego, se descubrió que el incendio se había prendido con cerillas.
La conexión es indudable. Ahora el problema estriba en dar con el culpable.
A Galán se le ocurre algo. Haría que fuera entrevistada en el programa de mayor audiencia televisiva la última cerillera de Lavapiés, toda una institución en el Madrid costumbrista, lo poco que quedaba de aquello que retrataron la zarzuela y los escritores del siglo XIX.
María Felisa López se niega a jubilarse, a pesar de lo mal que está todo. Sigue desplazándose a los teatros de la Gran Vía con su cargamento. Es una estampa que, unida a algún limpiabotas, dan color a la modernidad.
 La entrevista destacará que Felisa es la poseedora de cajas de cerillas más brillante de la ciudad, enseñando algunos ejemplares muyh oportunos para semejante caso. El cebo se lanzará la noche del viernes y espera, si sus dotes no la traicionan, que el pez lo muerda en muy poco tiempo.
Galán cree que la cerillera no se echará atrás, siendo como es mujer de rompe y rasga, de las típicas manolas de la Villa y Corte. Además, estará vigilada física y electrónicamente de forma permanente.
Así es, Felisa no se ha arrugado ante el riesgo. No podría haberlo hecho siendo por la causa que era. Y es que ella siempre quiso, en secreto, al bueno del señor Manuel. Tan educado y galante, tan fino y discreto, tan cumplidor. Su mejor y mayor cliente.
En la furgoneta aparcada en la calle San Bernardo la detective escruta el monitor a la espera del sospechoso que la haga ponerse en marcha. Todo está dispuesto.
Durante la primera fase, la de la entrada al musical, nada sucede. Poco antes de las doce de la noche, en medio de la luna llena y el reflejo de los carteles luminosos de la Avenida, cree que sí tendrán su oportunidad.
Ana galán y su equipo permanecen en máxima alerta. No pueden fallar, no lo pueden dejar escapar. Todo apunta a que el asesino está loco y, por tanto, puede no ser la última vez que actúe.
-Ahí está.
-¿Está segura, jefa?
-Sin ninguna duda. No pega nada que alguien salga embozado con capa negra en medio de esta noche primaveral. Pongámonos en marcha. Avise al resto del equipo, que no le pierdan de vista y que se acerquen a la cerillera.
-A la orden, jefa.
-¡Vamos, corran! ¡Que no escape!
Ana Galán se interpone entre sus hombres y el embozado. Le da el alto. No se detiene. Le dispara. Ella es la mejor tiradora de la Unidad y no puede fallar. ¿No puede?
El hombre, vuelve el rostro al tiempo que se quita la capa agujereada y entonces el tiempo parece detenerse, el frío hiela el ánimo de todos.
El hombre no tiene rostro, el hombre sale volando. El hombre no es un hombre, ¡es un demonio!
Felisa ha perdido el sentido y el ambiente se ha cargado con un hedor fétido a azufre.
Ana galán y su equipo no pueden creer lo que acaban de presenciar. ¡Un demonio que sale volando! ¿Quién podrá creerlo? ¿Quién podría haberlo creído?
   

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