lunes, 22 de abril de 2013

El cinturón



Con un día de retraso, tras mi viaje conquense,  comparto mi nuevo cuento semanal.
Que os guste.
A seguir adelante con la primavera y yo, ya recuperado, de mis problemas herniales.

Lo destrozarían todo. Querían hacer honor a su nombre de bárbaros. No dejarían piedra sobre piedra ni rincón sin que el humo del fuego se enseñorease de él.
Eran hombres rudos, hercúleos, hechos a beberse la vida y comerse el mundo.
Años de razzias y venganzas les habían curtido y nada les conmovía. Habían violado, mancillado, aniquilado, conquistado y perdido todo lo que imaginarse pueda.
 No les importaba cuál pudiese ser su próxima estación de muerte y horror.
Eran sordos y ciegos a la piedad o la compasión.
¡Eran bárbaros!
La niña está contenta esa mañana de verano. Tiene ilusión por mostrar su última obra a su padre.
Es un cinturón de piedras de colores pulidas y ensartadas en cuero.
Sabe que su progenitor es exigente, que está acostumbrado al lujo y lo exótico. No en vano es comerciante y hasta su negocio llega lo mejor: sedas, ámbar, especias y salazones.
Y, no obstante, ser consciente de ello, cree que habrán merecido la pena las incontables horas de trabajo empleado, primero en la búsqueda del material y luego en su factura.
El padre llegará nervioso, no estará para atenciones familiares.
-Marido, ¿qué te sucede?
-Mujer, nuestro mundo está en peligro. Se aproximan los bárbaros.
-Oh, Jesús. ¿Qué haremos? ¿Adónde iremos?
-Vamos, apresúrate, mujer. Prepara a los niños. Nos dirigiremos al río.
-Papá…
-Hija. No hay tiempo para chanzas. Obedece a tu madre.
Bárbaros y familia de comerciantes acabarán inexorablemente encontrándose. La lucha no será tal. ¿Cómo habría podido serlo?
Muchos años después, un hombre viejo, triste, sumido en el dolor dejará pasar los días, anhelará una muerte que se resiste a llevárselo.
Vaga errante por entre los muros de un claustro al que recaló mucho tiempo atrás, traído por un grupo de monjes creyendo, éstos, que lo hacían para enterrarle ensagrado. ¡Tan malherido lo habían encontrado!
Pero no fue así. Se recuperó del mal físico. No así del espiritual. Lo contemplaban viendo cómo era un alma en pena.
¿Qué hacer con él? ¿Abandonarlo? ¿Conducirlo a otro lugar más adecuado?
Ellos pertenecían a una comunidad pobre, que únicamente buscaba el retiro y la oración. Subsistían a base de magras donaciones y míseros cultivos. Bueno, alguna vez, a cuenta de súplicas de perdón o entrega singulares, devotos hubo que les traían cestos con asados de lechón o miel.
  El perdido, ni siquiera su  nombre sabía _le pusieron Anselmo quienes lo habían rescatado_ había encontrado, al fin, un pobre sentido a su vacía existencia.
Leer los textos agiográficos o sermones para el resto de la comunidad.
Así fue pasando el tiempo, él con su papel de lector y ellos con su vida monacal de retiro y espiritualidad.
Hasta que un día, ya muy anciano el lector, ciego ya para su función iluminadora, arribó a aquel cenobio, de regreso de su peregrinación, una madura señora que quiso descansar y rezar.
El abad no supo negar la  hospitalidad requerida, eso sí, previniéndola de que aquél no era como otros grandes monasterios.
-No importa. Tan solo quiero rezar y desprenderme, siento que es aquí donde debo hacerlo, de algo que siempre me ha pesado llevar. Y eso que mi esposo, el conde Ulfrid, me lo regaló como si se tratara de la más valiosa de las joyas.
-Ah, pues haga su voluntad. El perdón y la ayuda son nuestras metas.
Mientras la digna señora, recién llegada, atraviesa el refectorio, escucha cómo un coro de letanías inunda el espacio.
-¿A quién se encomienda semejante oración? Estremece mi espíritu.
-Es en memoria de nuestro lector que agoniza.
-¿Puedo acercarme a él para sumarme a la oración?
Le conducen hasta el camastro del agonizante. Algo la empuja hasta él. Se arrodilla y se ve impelida a entregar a aquel moribundo aquello que tanto le pesa.
Cuando así lo hace y las esqueléticas manos del llamado Anselmo rozan el objeto, sin que nadie pueda saber cómo o por qué, una limpia sonrisa aparece en el rostro del doliente.
Un cinturón de piedras de colores engastadas en cuero es lo que ha obrado ese pequeño milagro. ¿Será…?
Al tiempo que descansa en paz, ya para siempre, a su mente llega una niña que también sonríe, una niña que le tiende ese mismo cinturón.

 





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