Tras el parón estival, retomamos mi costumbre de enviaros un cuentecillo cada domingo con el ánimo de endulzaros el comienzo de semana.
Espero no haber perdido la costumbre y que siga haciéndoos sonreír.
Mucho ánimo y que estéis bien.
La única alternnativa que le había quedado a María Ignacia para no enloquecer tras las secuelas de la guerra era el cultivo de las flores. Cierto era que no serían aquéllas que antes del conflicto recibía de tantos y tantos admiradores: gardenias, orquídeas, calas, etc. Serían sencillas margaritas, geranios e incluso algún rosal o jazmín.
Poco a poco transformó la trasera de la humilde casa, a la que había ido a vivir en busca de refugio, en un pequeño vergel, un terreno que, de yermo y estéril, habíalo mudado en frondoso.
María Ignacia, quien ya de niña despuntara como ágil acróbata en la caravana circense en la que nació, por mor de que sus padres integraban la compañía de circo Sonrisas y Sueños, con los años llegaría a ser considerada como la estrella principal por sus acrobacias, su gracia y simpatía. Su habilidad para estremecer a los espectadores, la habían convertido en una joven admirada que siempre recibía de su público, deseoso de conquistarla, los más sinceros piropos halagadores y los más suntuosos regalos.
Pero todo aquello, los galanteos, los pretendientes, el lujo, los grandes hoteles y las cenas exóticas dejaron paso al miedo de las balas, al dolor de las pérdidas y al agujero del hambre.
La contienda fratricida todo lo devastó, mas no a María Ignacia, cuyo carácter tenaz le impidió sucumbir a la destrucción de su mundo.
Conoció a un ser desamparado que de librero mudó en soldado y de soldado en inválido. Éste conservaba, no obstante, la casa de pueblo en la que nació y a ella invitó a la otrora afamada acróbata.
Para allá que se fueron. Total, a María Ignacia nada le quedaba y a Ramiro le vivificaba el natural bondadoso de aquélla.
Al principio, a la estrella de circo, le costó acostumbrarse a una nueva existencia sin los nervios de las actuaciones, ni la vorágine de cada noche, ni la algarabía de la troupe. En cambio, la soledad, el sosiego, la generosidad auténtica de quienes apenas nada tenían y todo lo daban, la vida en el campo la fueron ganando.
Su cuerpo se fue adaptando al nuevo entorno, el color de su piel se tornó dorado frente a su antigua palidez, las ropas antes hechas de lentejuelas y muselinas dejaron paso al pardo de sayas y toquillas, y las regias noches de éxito cedieron turno a la austeridad nunca imaginada.
Se fue sintiendo cada vez más a gusto, notaba que la iban aceptando, que se hacía hueco. Su ánimo se dulcificó, por fin otra vez. La tristeza y la pena fueron mitigándose para dejar paso a una felicidad serena, reposada.
Ramiro recuperó su taller de librero. María Ignacia le ayudaba allá donde él no podía desenvolverse, siendo sus manos, esas manos que él perdiera arrancadas por la metralla.
Y el tiempo volvió a ser amable, esperanzador. ¿Cuál fue la receta que la ayudó para que así lo fuera? El amor por un hombre abandonado y los cuidados de su jardín. Cada vez que abrazaba a su marido o acariciaba los pétalos de sus flores, mimando siempre a unas y a otro, volvía a sentirse plena.
Ya nunca volvió a experimentar el vértigo de lo que podría sucederle si no lograba caer de pie sobre el alambre o si no daba las suficientes piruetas. Pero sí alcanzó una cima que,quizá no habría podido coronar en su anterior vida: la de sentirse querida, no por su atractivo o por su arte, sino por ella misma, por su corazón de mujer generosa y entregada.
domingo, 18 de septiembre de 2011
La receta
Publicado por Alberto en 7:20 p. m.
Etiquetas: Relatos
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2 comentarios:
Hola, alberto.
Precioso cuento que nos lleva a la reflexión...
Que tengas una feliz tarde de domingo...
...Otra flor en el jardín!! Biiieeennn!
Besósculos de feliz regresósculo.
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