sábado, 11 de abril de 2015

Oporto y Guimarâes: donde el Duero se hace mar



Si Jorge Manrique cantó aquello de que “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir” y Gerardo Diego creó un magnífico romance al Duero, yo no podía dejar pasar la oportunidad de descubrir esta ciudad de la que grandes amigos videntes tanto me habían ponderado con entusiasmo.
Pasar los días de Semana Santa por allí, hacerlo bien acompañado con Miguelito, Nuria y elena y luego poder contarlo.
Importaba poco que el viaje en autobús pudiera hacerse pesado un miércoles santo o un domingo de pascua. Las horas las pasaría en agradable conversación y lectura.
Importaba mucho el que la ilusión no faltara, el que encontrara nuevos compañer@s de viaje, tal vez nuevos amig@s de los que aprender. Íbamos un grupo de 35 discapacitad@s visuales y 4 monitor@s.
Pero aún más importaba que recorrería nuevos lugares hasta entonces nunca conocidos por mí.
El prólogo a todo aquello lo ponía el reencontrarme con mi buena amiga Pilar, la que fuera directora del parador de Ciudad Rodrigo, volver a verla después de años, saludarla si quiera.
La cena en el restaurante La rúa de la villa mirobrigense fue fantástica, con una rica tarta napolitana con sabor a canela como colofón.
Llegamos a las 4 de la madrugada, que eran las 3 hora lusa al hotel, un hotel en Vilanova, confortable y con buenas atenciones aunque sus ascensores prestaban a la confusión porque la planta 0 no se correspondía con el hall y nunca sabías si estabas en una planta u otra por cómo te subían o bajaban dependiendo de que lo hubieran llamado o no.
El jueves se preveía un día tranquilo tras la paliza de la llegada: crucero por el Duero y sus puentes y visita al Museo del Transporte y las Comunicaciones, sin olvidar la cena típica con el inevitable caldo verde y el bacalao a brass, con el fado como acompañamiento.
El viernes descubriríamos la ciudad pateando sus principales lugares.
El sábado nos desplazaríamos a Guimarâes, la supuesta cuna de Portugal.
Y el domingo culminaríamos la excursión con una visita y cata a las bodegas Croft del afamado vino portuense. Con este programa cumplido, regresaríamos a la cotidianeidad.
Y bajo todo esto deberíamos acercarnos a la Plaza de la Batalla y la Calle Santa Catarina, el Mercado do Bolhao y la estación Sao Bento, atravesar el Puente don Luis I o la Calle de las Flores, la de los mercaderes, la ribera del Duero, el Palacio de la Bolsa, la catedral, el Teatro Nacional, la Torre de los Clérigos y los míticos Magestic y Lello, en Oporto; o el castello de Sao Manede, la capilla de San Miguel, el Palacio de los Braganza, la rúa Santa María o la Plaza Oliveira y las murallas, en Guimarâes.
Pues bien, ¿qué me queda de semejante programa?
Que Oporto no cumplió las espectativas esperadas, ya se sabe lo mucho que cambia el punto de vista de quienes ven a quienes no vemos, sin duda, debido a la mala guía que nos tocó para recorrer la ciudad, guía a la que únicamente le preocupaba destacar que los edificios todos eran de granito y en color amarillo o burdeos, nada mencionó de posibles esculturas que acaso pudiéramos haber tocado ni de anécdotas o leyendas propias de las que no se mencionan en las guías. Además, en el crucero preferí charlar con Teresa acerca del braille y la lectura en vez de escuchar una audioguía que puedo encontrar en cualquier parte para saber la importancia que el río tuvo para la ciudad en su desarrollo comercial por las bodegas de vino o el bacalao. Que en la Calle de las Flores apenas si había flores y que las callejuelas cercanas al río son incómodas y sucias. Que perdí toda una tarde en el Museo del Transporte viendo coches y haciendo una simulación de programa de radio, tarde que podría haber empleado en entrar a la catedral, montar en tranvía antiguo, tomar café en el Magestic o pasear escuchando a ese río que allí muere, tras haber nacido en mi Soria natal.
Claro que de Guimarâes sí me traigo una impresión más favorable, una ciudad agradable, limpia y cargada de Historia con su Colina da Pena, sus conventos e iglesias centenarias, sus plazas peatonales, su pequeño río Ave, al que, ésta vez sí, siento cercano.
Oporto se me hace melancólica, lenta en el trato, decadente en los edificios y calles, pero con ese aire de principios del siglo XX de un esplendor comercial reflejado en sus confeitarias y cafés, y en su fastuosa librería. Es como si el fado tiñera de gris la ciudad y la pintara en esos tonos sepia de fotografías antiguas.
Cierto es, cómo no, que subí a la Torre de los Clérigos con sus más de 240 escalones por mucho que el personal del enclave hiciera todo lo posible porque desistiéramos de hacerlo. Los hechos demostraron que este cieguito no se rinde fácilmente y que las vistas desde arriba se volvían diáfanas, como el aire que daba en mis mejillas
Y más aún es cierto que, todo ese regusto amarguillo se vería endulzado con los pasteis de nata, el vinito dulce y la emoción de estar en un lugar mágico, la librería Lello. Aunque sólo fuera por haberla descubierto, al fin, ya mereció la pena todo lo demás, un emporio de maderas nobles, olores a aventura y fantasía, tacto cálido de libros y sillones, visiones oníricas de un rayo de sol, tamizado por las vidrieras,  coloreando la cubierta de un libro que podría haber sido escrito por mí.
Más recuerdos… el músico callejero en la rúa das Flores que nos enseña lo que es un címbalo, la amabilidad de Leonel, el camarero del Chef Lapin que fue capaz de aprenderse los nombres de todo el grupo, el detalle en Guimarâes por el que pudimos escuchar el carrillón de la iglesia de San Pedro a una hora inapropiada (las 13.22),  tanto que alguien se asoma a una ventana extrañada de que tal hecho suceda, que al son de campanas entona el himno de la ciudad y que pudiéramos tocar uno de los pasos de la vía sacra (viacrucis) en la Rúa Santa María, , el acento andaluz de Laura y la dulzura de su perrita guía, la camaradería con Miguel, los brindis con las monitoras en la bodega, el sentirme partícipe de una imaginaria rueda de prensa en la que los libros son protagonistas, en la que haya quien me diga que tenía muchas ganas de conocerme en persona después de tanto tiempo en que me leía, el que pida al camarero del hotel un licor de hierbas y me diga que de eso allí no hay, que muuu muuu eso es para vacas, jajajaj…
No, no supe si el Duero moría en el Atlántico. No escuché su agónico rumor, pero sí sentí la vida de la madera en las barricas de roble de la bodega o en la escalera de Lello y en las piedras de la muralla de Guimarâes o en los remaches del puente don Luis. Imaginé que Alfonso me explicaba su estructura de dos pisos, su curvatura, sus arcos de sustentación y las leyes físicas que equilibran las fuerzas centrífugas y centrípetas. Imaginación y sueños, visiones oníricas, pisadas fantasmales, encuentros de domingo, literatura y amistad. Oporto visto bajo la luz de los tonos rubís del vino dulce y el dorado atardecer en una librería mítica.


Oporto, una ciudad a la que habré de volver para cumplir con el sueño de subir a su tranvía que nos lleve hasta el Paseo Alegre, tomar un rico café en el Magestic y penetrar en su Palacio de la Bolsa con su Patio de las Naciones y su Sala Árabe.
  
        

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