domingo, 26 de octubre de 2014

La encantadora de serpientes



Buena noche de domingo. Acabo con este cuento los premios que merecieron las personas que quisieron aceptar el reto que planteé acerca de las palabras que pintaba. Espero que le guste a María Belén.
Un abrazo y feliz semana.

En busca de la encantadora de serpientes

-Mañana parto, al fin para lo desconocido. No sé qué habré de encontrar. ¿Monstruos? ¿Abismos? ¿Muerte? Qué más da. Si logro alcanzar la meta donde tantos otros se perdieron, conquistaré la gloria y todo habrá valido la pena.
Así reflexiona William Morton Stanley el día antes de su partida a tierras africanas en 1871. ¿Qué espera conquistar? ¿Hallar a David Livinstone? ¿Cartografiar zonas nuevas y parajes hasta entonces motivo de fabulaciones? ¿Ejercer de periodista de raza con unas crónicas que aviven la pasión de los lectores del periódico para el que trabaja, el New York Herald? El encargo es claro, pero su secreta intencionalidad… solo él la conoce en realidad.
Los medios son precarios, el reto grande y los peligros muchos.
Ciertamente es un pionero y explorador veterano. Se las ha visto de todos los colores y, sin embargo, intuye que esta vez todo va a resultar mucho más complicado.
El viaje en vapor hasta la costa de Mauritania, los viejos ferrocarriles, el equipaje, los negros porteadores, el calor y las enfermedades… los avaros y estafadores, los hechiceros y reyezuelos envidiosos…
Su destino es el poblado de Ujiji en el lago Tanganika, pero desconoce si, antes de llegar hasta allí, conseguirá encontrar al personaje legendario que busca y del que nadie, en Europa, ha oído hablar hasta entonces: la encantadora de serpientes, la diosa Xena. A él la historia se la contó un mendigo en las calles de Calcuta el año anterior, cuando culminó su periplo, aquél que iniciara con la inauguración del Canal de Suez.
Y es que, conforme le narrara el mendigo indio, Xena era una diosa de increíble belleza, poderosa reina y sabia que dominaba el lenguaje de las serpientes, que gracias a semejante cualidad conocía el destino de los hombres y era invencible, que quien llegara hasta ella y se hiciera merecedor de su crédito, poseería el tesoro más grande que nadie pudiera soñar con poseer, un tesoro mayor al del mayor diamante o al de la más grande extensión de tierra.
La fiebre por dar con Xena se apoderó de Stanley. Creía que aprovechar el encargo de localizar al misionero escocés, sería una buena excusa.
Preguntaría a los ancianos y les tentaría con aquello que él bien sabía tanto engatusaba a los nativos, baratijas y abalorios, cristales de colores, cigarrillos, monedas de cobre brillante…
Los días y los meses fueron pasando. El lenguaje de los tambores transmitió el eco de aquello que el hombre blanco deseaba y, una mañana de otoño, a finales de septiembre, un anciano pidió verle:
-Amo y señor. Hasta mí han llegado noticias de aquello que tanto desea. La diosa quiere verle. Una serpiente trajo hasta mí este mensaje.
“Te espero. Hombre blanco. Espero y vencerte sabré. Sigue a la serpiente”
Una cobra negra con aros verdes y anaranjados a lo largo de su cuerpo aguardaba en la puerta de la cabaña del periodista. El siseo la delataba. ¿Qué otra cosa podía hacer si no seguirla?
La serpiente corría cigzagueante y sibilante. Stanley a duras penas podía seguirla. Y al anochecer, tras atravesar la espesura de la selva y un caudaloso río de aguas espumeantes divisó un suntuoso edificio de cañas y madera… Y en la puerta…
El sonido de una flauta insinuante… la figura majestuosa de una mujer desnuda, de piel brillante, ojos de fuego y cabello negro. La noche, negra; la mujer, negra; el sonido de la flauta, negro; la serpiente, negra.
El corazón de aquel intrépido viajero y explorador se estremeció de miedo. El hombre blanco, desarmado ante la negrura del poder de aquella diosa. Mujer y serpiente se habían fundido en la noche. El sonido de la flauta y el siseo de la serpiente, también.
El ambiente era terrorífico, opresivo, negro.
Hombre blanco. Tienes miedo. Ven.
Y Stanley no pudo hacer otra cosa que postrarse desarmado, dispuesto a recibir la muerte o la vida de parte de aquella diosa.
Xena sonrió con sonrisa blanca de dientes blancos. Los colmillos blancos de la cobra también asomaron a la altura de los pechos de la diosa.
Xena puso su mano derecha en la cabeza de la cobra y la izquierda en la de Stanley. Y éste sintió cómo se desmayaba, cómo todo perdía sentido.
Habrían de pasar bastantes horas hasta que despertara en otra choza sin noción de lo que había podido sucederle. Lo único que pudo saber es que un muchacho, pastor de cabras lo había encontrado sin conocimiento, en medio de la selva.
Stanley se recuperó y cumplió con la misión de encontrar a Livinstone. Después de meses de nuevas exploraciones, regresaría a Londres y comprobaría cómo se dudaba de su testimonio.
No le creían, el misionero se había quedado en la lejana Africa y Xena no le dejó nada para dar veracidad a su historia.
Así se sucedían sus días hasta que en uno de los pubs próximos al támesis, confesó su rabia y frustración a un tal Henri Rousseau, que se interesó por aquel legendario relato. Y es que era pintor y lo acaecido a Stanley le venía bien como idea para un cuadro. No lo dudó. Entre pinta y pinta de cerveza se desgranaron la negrura de la diosa y de la serpiente y de la noche y de la música. Rousseau tomó algunas notas y entre los efluvios de la cerveza una idea germinó en su mente, tan ávida de exotismo, selva y rotundidad.
Stanley moriría sin que nadie diese crédito a aquello de la encantadora de serpientes. Sí logró que le creyeran en lo tocante al hallazgo de Livinstone, al menos eso sí lo logró.






  

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