domingo, 3 de agosto de 2014

El cementerio



Buena noche de domingo agosteño y feliz semana.
Aquí mi nuevo cuento.
Que te guste.
Con cariño… un abrazo veraniego.

El cementerio

A Nicanor Candela siempre le ha atraído eso de tocar lápidas. El mármol con sus epitafios, le transmite algo así como una mágica energía. No podríamos decir de vida, siendo que la misión de esas piedras es tapar cuerpos muertos. Pero, sea lo que sea, la emoción que experimenta es, aunque extraña para todos, necesaria para él y para el disfrute de su espíritu. Al menos una vez a la semana y, siempre que sale por ahí, siente el impulso de impregnarse de esa energía inmortal que, cual mineral conductor, le transmite el mármol funerario. Y es que sólo le sucede en esos casos. Ha palpado estatuas suntuosas o escalinatas de lujo, con sus balaustradas y todo, y siempre le han dejado frío. Únicamente, es cuando el mármol se usa para lápidas, cuando le llega su calor.
Le gusta fijarse en la textura más allá de los datos que se hayan cincelado. Cierra los ojos e imagina lo que habrá debajo.
Tentaciones no le han faltado en más de una ocasión de colarse por la noche y, ayudado de las herramientas precisas, levantarlas para desvelar el misterio. Nunca se ha atrevido. La prudencia, el miedo o las normas pueden más que la curiosidad.
En cada viaje que emprende, allá donde vaya siempre son visita obligada este tipo de lugares. Él dice que por qué no había de hacerlo, si en ellos, se deposita la verdadera esencia de la Historia. Lo hizo cuando recorrió la Irlanda celta con sus druidas y sus robles, el París de la Luz o la Praga literaria. Allá los demás, que le criticasen y cerrasen los ojos a la verdadera atracción turística. Todo cementerio encierra en sí mismo historias de vida, obras de Arte y naturaleza.
Panteones reales, tumbas de escritores o grandes genios es lo que a él le gusta contemplar y tocar. Más de una vez ha tenido problemas por hacerlo. Ya se sabe… siempre está prohibido tocar. Hasta a la muerte te prohiben tocar. Siempre la misma excusa de que se deterioran las piedras, como si importara que una mano experta en tocares, interesada en algo más que la lejanía de lo que se ve, fuera a destruirlas. ¿Es que destruyen las caricias? Hay miradas que matan, pero nunca se dijo que las caricias lo hicieran.
Las guías suelen mencionarlos, cuando se trata de enclaves que albergan el sueño eterno de músicos, en el Central de Viena; el de Punta Arenas en Chile, con las leyendas en torno a su puerta de entrada; el Novodevichi de Moscú; o el neoyorkino Woodlawn; y, cómo no, el australiano de Waverley de Sidney. Todos éstos, y más, ha visitado a lo largo de sus años de veterano viajero el bueno de Nicanor.
Miles de losas marmóreas a su disposición de impenitente curioso. Unas ricamente labradas, otras humildes; todas, atractivas para él.
Si nos preguntáramos a qué se debe semejante manía, acaso encontráramos la respuesta en que sus antepasados siempre eligieron la incineración como destino final y dejaran dicho, en cada testamento, expresamente, que sus cenizas fueran arrojadas al azar de los elementos. De tal manera que el bueno de Nicanor no dispone de ningún sepulcro al que dirigir los recuerdos de sus mayores. Los recuerdos o los reproches o las peticiones.
Todo comenzó un lejano mes de septiembre cuando al dejarle tiempo libre los del circuito turístico al que se había apuntado, siendo un mozalbete ingenuo,  con la secreta intención de, por qué no, encontrarse con alguna fémina a la que deslumbrar con sus encantos, vamos, ligar y algo más, si se terciaba. No tuvo suerte con eso del hallazgo romántico _ah, las historias de novela y cine son siempre mentirosas_, pero sí con un descubrimiento. El de un recoleto jardín donde descansar. Un jardín, rodeado de altos árboles y bancos, de flores y paz. Al principio no vio nada más, pero luego al escuchar a unos niños bulliciosos que jugaban se percató de que estaba en un cementerio. Los niños marcharon con sus risas y sus cabriolas y él se acercó para ratificar lo que su intuición le dictaba. Todo comenzó allí, en una apartada calle de cierta ciudad famosa por sus lagos y sus parques. Tantos parques y tuvo que dirigirse precisamente a un cementerio.
Y ahora, experto en la materia, maduro explorador, empieza a cansarse de las grandes necrópolis por importantes que sean.
Siente que el mármol quiere decirle algo, pero no sabe qué. ¿Cómo podría saberlo?
Ha tratado de documentarse al respecto del poder de las piedras y su lenguaje, pero más allá del que se transmite en las catedrales o a través de las marcas de canteros, no ha encontrado nada que le aclare el misterio.
Y un buen día se encontrará, sentada en uno de esos bancos de cementerio, con una simpática anciana que otra cosa no hará si no dejarle un papelito doblado con una dirección.
Nicanor recurrirá a la sabiduría virtual que le ofrece Internet y entonces sabrá que en una remota isla del Pacífico sur, en la isla Mocha se encuentra un lugar al que las ayudantas de la Muerte, en forma de grandes ballenas blancas trasladan las almas de los grandes aventureros.
No lo dudará y comprará un billete, sólo de ida, al territorio chileno más próximo a semejante paraje.
Llegará hasta la isla y sí, en uno de sus promontorios rocosos, hallará otro lugar, sin duda, su lugar. Pequeños túmulos esculpidos frente al océano. Se irá fijando en cada uno de ellos hasta que… encuentre uno especial. Uno cuya inscripción no le ofrecerá dudas:
“Aquí yace el alma viajera de Nicanor Candela”

  
       

1 comentario:

Susi DelaTorre dijo...

Gran relato! Recibe un ABRAZO!

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