domingo, 1 de diciembre de 2013

El sombrero de Anselmo Higgins

Buena noche de domingo. Que empecéis bien este diciembre de encuentros y festividades.
Feliz semana.
Con cariño.

El sombrero de Anselmo Higgins

Anselmo Higgins sostiene el ala de su sombrero para que el furioso viento no se lo arranque, mientras camina apresurado. Había pensado no llevarlo esa noche de invierno glacial, pero se dijo que mejor le iría a su calva cabeza si la guarecía con el fieltro de su bombín. El abrigo y los guantes hacían lo propio con el resto de su cuerpo.
Habría preferido quedarse en su confortable salón al calor de la chimenea, arropado con el batín de cuadros y el té que su fiel mis Crunning le sabía preparar con tanto esmero.
No, no se dejaría vencer por la pereza y saldría camino del club donde decidirían el futuro de su sociedad. Una sociedad secreta que derivó en caduca años atrás, cuando se introdujo la informática en las vidas de sus miembros. Ya no necesitaban de conciliábulos ni mensajes encriptados en artículos anodinos del periódico de turno. Ahora les bastaba con un correo electrónico o una página convenientemente diseñada para acometer sus acciones de chantaje y control.
Las callejas, por la proximidad al río, son húmedas y peligrosas, pero él las prefiere a las avenidas del centro que, aun llevándole al mismo sitio, le obligarían a dar cierto rodeo y a que fuese descubierto por alguno de sus curiosos clientes de la librería que regentaba desde que su padre le transmitiera el negocio, años atrás.
Está a punto de llegar a meta, cuando su vista se fija en unas extrañas manchas en el suelo. Deberían de haberle pasado desapercibidas en medio de los sucios adoquines y el barro, pero no fue así. Quiso ignorarlas, pero su mente fue más poderosa que la voluntad y detuvo sus pasos.
¡Era sangre!
¿A quién pertenecería? ¿Sería reciente o antigua?
La vida en esa zona de la Metrópoli debía discurrir de manera poco alagüeña: mendigos, prostitutas y pillastres eran sus habitantes menos peligrosos.
Podemos preguntarnos la razón por la que un supuesto míster respetable y próspero comerciante no tenía reparos en deambular por semejante laberinto.
¿La soberbia? ¿La indiferencia? ¿Alguna secreta habilidad?
Se agachó para ver mejor. Se quitó uno de los guantes. Raspó con la uña y la llevó a su nariz.
Definitivamente, era sangre fresca.
Tres regulares manchas parduzcas se mostraban, con formas irregulares, a la luz de su mechero.
Bueno, se dijo. Mañana indagaré acerca de algún desaparecido y tiraremos del hilo de la investigación.
La reunión transcurrirá de manera triste. No todos han acudido, sabedores de que ya nada importa y el bueno de Higgins, no ha sido capaz de centrarse para conducirla con entusiasmo y viveza. Su mente sigue pensando en las manchas. Se lamenta por no haber elegido mejor, por no haberse interesado más en buscar, buscar de dónde provenían, a qué cuerpo habían pertenecido, tal vez estuviera herido y él no lo había auxiliado, quizá el criminal lo habría visto agacharse y esperaría su oportunidad para liquidar a un tan inoportuno testigo.
Cuando finalice la reunión, preferirá volver a casa acompañado y siguiendo otro itinerario.
Se muestra taciturno, mal compañero para quienes buscaban mitigar el fracaso con una botella de ginebra en el pub clandestino que incumple la ley de horarios nocturnos.
Se marcha. Un coche negro se detiene a la altura del establecimiento. Es un taxi, qué suerte. Se siente un poco más tranquilo dentro del señorial habitáqculo.
El conductor no habla, ha asentido cuando le ha dado la dirección de su morada.
La oscuridad es grande. Farolas y faros de automóviles rompen el velo de la noche negra.
-¿Dónde estoy? ¿Adónde me lleva?
Sólo Anselmo habla. No obtiene respuesta.
Entran en un camino de grava que conduce a una cochera o garaje o almacén. Cualquiera sabe cuál es la verdadera función de ese edificio sin ventanas ni otra puerta que la de la entrada, un lugar claustrofóbico, hermético.
El chófer, taxista encubierto, le empuja para que salga.
Queda en medio, en medio del silencio y de la nada.
El coche sale por donde llegó y la puerta se cierra estrepitosamente.
Se siente indefenso, a merced de quien quiera que sea el que ha ordenado su captura o de lo que sea que le  vaya a suceder.
-Se agachó en Boater Street. Aquello que vio era mío. Debió buscarme. No le importó.
Higgins no puede dejar de estremecerse. La voz que le acusa no sabe de dónde proviene. Es una voz tenebrosa. Pertenece a una mujer, pero está exenta del talante femenino. Es un cuchillo cortando el alma.
Alza las manos instintivamente en pos de su sombrero. Todo es oscuridad y reproches.
-¿Quién es usted? ¿Se encuentra bien? ¿Qué le causó aquello que yo vi?
Silencio.
Una mortaja blanca le envuelve y aprisiona hasta ahogarle.
Se ahoga sin remedio. El sombrero cae y cuando cae, el hombre, muerto, cae.
A la mañana siguiente, quienes pretendan adquirir algún libro en Book Higgins Library la encontrarán cerrada. Quienes, pese a todo, miren el escaparate, buscando una explicación de la no apertura, encontrarán un curioso librito en cuya cubierta se mostrarán tres manchas de color sangre. El título es sorprendente: “El sombrero de Anselmo Higgins”.
Quienes, cuando dos días más tarde, la reabran para rendirle homenaje convirtiéndola en capilla ardiente, lo lean, descubrirán una curiosa historia, un misterio fantasmal.
Leerán el relato de cómo una mujer maldita, al ser maldecida, lloró sangre poco antes de ser emparedada en los muros de un viejo almacén y cómo se estableció que aquél que las viese y no buscase de dónde venían, moriría sin remedio.
Algo más les resultará sobrecogedor: aquel sombrero que tanta importancia tuvo en los últimos instantes de vida del finado, no ha aparecido por parte alguna. No estaba en el descampado en que fue localizado el cadáver, ni tampoco, por mucho que buscaron, en el entorno de la calleja de autos.
¿Lo robaría alguno de los bandidos que frecuentaban los bajos fondos? ¿Se lo quedaría la dama maldita? ¿Quién, por otra parte,  había podido escribir la historia y convertirla en libro en tan solo una jornada?



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